"Es la mejor actuación argentina en los últimos 70 años”, dijo el subsecretario de Deportes Orlando Moccagatta. No fue el único desorbitado. Un paquete de periodistas deportivos anda escribiendo y discutiendo lo mismo. Como buenos adoradores del oro y las tablas de posiciones, para ellos el deporte es sólo un podio.

Hartos de las comparaciones, cansados de las estadísticas sin sentido, desde esta columna decimos que nos importa un bledo si las 3 medallas de oro y una de plata significan más que las 6 medallas de Pekin o las 6 medallas de Atenas 2004. O ponernos ahora a discutir si las 3 medallas de oro de Londres 1948 que logró la Argentina representan mucho más que estas 3 medallas 2016 porque en 1948 había menos competiciones y menos deportes.

Todo esto es sanata periodística o sanata política de quienes pretenden hacernos creer que somos más o somos menos por el medallero.

La evaluación de cómo estamos deportivamente se realiza de otra manera. Para ellos, con una visión comercial del deporte, las cosas funcionan cuando mujeres y hombres físicamente idóneos/as, y con gran apoyo de recursos económicos estatales y preparados en centros de alto rendimiento, se transforman en deportistas profesionales muy bien pagados, con premios fabulosos en dólares por medalla, y un Gobierno de turno que los recibe en la Rosada.

Quienes creemos en los clubes de barrio, en el deporte escolar y en la promoción del deporte popular en los centros educativos y en los barrios, con instalaciones de acceso gratuito, pelotas y canchas de calidad y todo otro material, también destacamos que sobresalgan los más capacitados, pero lejos de convertirse en auténticas máquinas productoras de dinero y publicidad ni en acaudalados medallistas.
Para nosotros, ése no es el objetivo principal del deporte.

La Argentina aún es un país donde hacer deporte en serio es muy raro, y también es muy caro. Pregunte usted por precios de cuotas de socios, acceso a piscinas, pistas, gimnasios y tendrá las respuestas.

Los Juegos Olímpicos dejaron de ser una muestra del espíritu olímpico hace rato y son competencias profesionales donde brillan más las marcas de zapatillas, vestimentas y balones, y donde la censura olímpica del COI ataca la libertad de expresión de público o atletas que envían señales de protesta social o política.

Hace muchos años que nos despedimos de los tiempos en que el profesionalismo en las olimpiadas, era tan perseguido como el doping.

¿Son los Juegos Olímpicos un circo de altas emociones cuyos últimos actos de dignidad y salud se rifan por una hora más o una hora menos de TV?

La barbaridad mayor en Río fueron las escenas de aquello llamado boxeo. Por primera vez, se disputó la ridícula versión de una Asociación Internacional de Boxeo Aficionado (sí, leyó bien…aficionado) que autorizó a combatir a los profesionales. La llamada humanización del boxeo, por la cual bregamos en nuestra ingenua etapa de periodistas de boxeo, quedó sepultada en Río consumando un crimen deportivo. De aquí a la llegada del “vale todo” a los Juegos Olímpicos hay sólo un paso. Menos importa la insufrible vigencia del tormento a los caballos en aquel deporte que llaman Equitación.

¿Qué nos espera entonces?

Si los triunfos del hockey varones, judo y yachting o la plata del tenis alentasen la práctica deportiva masiva, algo habrá cambiado.

Pero ni la crítica deportiva, ni la dirigencia deportiva del actual gobierno alienta nada de ello. Por ahora seguimos pensando en la elite de la elite. Y pesando el oro y la plata cual mercaderes.