Hace diez días quisimos comer hamburguesas, y pedimos por una de esas modalidades de apps-aplicaciones-cosas del teléfono que te permiten seguir paso a paso el pedido. Llovía copiosamente, pero el pedido parecía avanzar mágica, rápidamente. Y estaba en camino, vana promesa, con un conductor con nombre de cantante melódico de antaño. De repente, el pedido, según la app, ya había llegado. Pero no había llegado. Y nunca llegó. Y andá a llamar al conductor. O a la app. (Chequeen la oración anterior, extraña cantidad de palabras y vocales, aunque poca variedad y poca cantidad de letras.) Tenés que hacer un reclamo por la app que andá a saber cuándo te lo responden, si por la app o por mail…

Y mientras tanto no sabés si seguir esperando o si pedir otra cosa, o si descongelar esa comida que no tenías ganas de descongelar. Las hamburguesas nunca llegaron, pero intentaron cobrarlas a pesar de que el mail de respuesta al reclamo decía que no las iban a cobrar. Hubo que hacer otro reclamo -áspero- para que no las cobraran. Las ganas de hamburguesas quedaron inmunes e impunes, y hace dos días quise ir a lo seguro y fui a comprar hamburguesas ahí mismo donde las hacen, en ese modo -como dicen ustedes, modernamente- “take away” (es decir, el “para llevar” de siempre). Pedí las hamburguesas, les agregué el picante que queríamos comer, porque este es el país con menos picante del mundo, y pasé al ítem bebidas. Y nada es fácil en estos tiempos.

—Sólo tenemos gaseosa en lata.

—¿Y no me podés dar unos vasos de plástico con hielo?

—Es que los vasos de plástico nos los prohibieron por temas ecológicos y los de vidrio son solamente para consumir acá y, claro, acá no se puede consumir.

—Ah, claro, y asumo que tampoco tenés pajitas o, como las llaman ustedes modernamente, sorbetes.

—No, claro, solo la lata.

Más claro, echale gaseosa de lata: así fue cómo “la ecología” y “la pandemia” (siempre ponen “plena pandemia” ustedes) nos llevan a la idiocracia una vez más, en este caso a que tomemos gaseosa directamente de la lata, acción de riesgo que incluso los dobles de acción de Hollywood y Tom Cruise se niegan a hacer. Incluso yo, que no lavo los salamines con lavandina como ustedes, sé que tomar gaseosa directamente de la lata no está muy recomendado (de hecho en el lugar de las hamburguesas me dijeron que “las latas las iban a prohibir por lo de las ratas, pero después no”). Así que me dije, impetuoso y sin ganas de esperar sin hacer nada: mientras se hacen las hamburguesas voy al supermercado de enfrente y compro una botella, como las de toda la vida. Pero el supermercado estaba cerrado, no sé si para siempre. Fui a un kiosco, pedí una Pepsi, la normal, la que no tiene los edulcorantes que consumen ustedes. Bueno, al final tenía todo el diseño de la normal y no decía dietética o Ziro o Sheero o supercalifragilistic uespi pero… era “reducida en azúcares” y tenía acesulfame y esas cosas que ¡no quiero consumir, cretinos! Ya ni la gaseosa normal es normal, todo es manipulado por las instrucciones de la OMS, en este caso para “combatir la obesidad”. Y yo creo firmemente que cuanto más crece el consumo de edulcorantes en un país más crece la obesidad…, en ese orden.

También por estos días vi Festival de la Canción de Eurovisión: la historia de Fire Saga, esa película producida, escrita y protagonizada por Will Ferrell. Y tiene algunos chistes excelentes y de esos inolvidables momentos de humor físico contundente de siempre de Ferrell. Pero está filmada como muchas de esas cosas de esa plataforma de streaming: como si fuera televisión digitada por un robot: espacios mal presentados, cortes y cortes y diálogos con cortes en cada “sí”, cada “hola”, en cada “no me des más la lata”. El director, claro, era uno con porquerías en su haber (acá https://hipercritico.com/secciones/cines/3853-cine-choto.html escribí sobre una de ellas). Después revisé una película de esas “de Ferrell” de hace más de una década, y tenía muchos más chistes y funcionaban mejor porque estaba dirigida por alguien mejor, no con especial talento sino con eso que antes se denominaba “oficio” y que en Eurovisión está fatal y lamentablemente ausente.

También vi la mayoría de los cortos de algo llamado “Hecho en casa”, una serie de propuestas “desde el aislamiento” producidas desde Chile por Pablo Larraín y su empresa Fábula. Y me quedé sin ver los últimos tres, porque me daba lata, porque quedé en estado de sopor y cansancio y hartazgo. De los catorce vistos, solamente tres me gustaron, fueron los de Paolo Sorrentino, Sebastian Schipper y David Mackenzie. El corto de la actriz Maggie Gyllenhaal es uno de los experimentos hipsters más aparatosos, llorones y ridículos que ha dado un año pletórico de experimentos hipsters aparatosos, llorones y ridículos. Y el de Naomi Kawase, ay por dios, demuestra que tenemos que aceptar que estamos a una distancia de Shara inconmensurable, y nos dice una vez más que el cine de la que pensábamos que era la gran directora japonesa de principios de siglo ahora es una estafa audiovisual, ya no pandémica sino anémica. Las cosas y la gente ya no son lo que eran, ni siquiera sabemos si hoy es hoy o si algo es algo o alguien es alguien. Y, perdón por dar la lata, pero eso es lo único que nos queda: bebida en lata que ni siquiera tiene el azúcar que tiene que tener, y tampoco el coraje para avisar de forma bien visible que ahora tiene edulcorantes dañinos, más dañinos que todas esas cosas a las que ustedes les tienen tanto miedo.