Los directores más veteranos siguen reconquistando el cine, revitalizándolo, reviviéndolo, alejándolo de los respiradores y de los que meramente respiran. El cine está vivo en el clasicismo de Clint Eastwood, que cumple noventa años este domingo 31 de mayo, y también en la pertinaz modernidad de Marco Bellocchio, de ochenta años cumplidos el año pasado. El traidor (Il traditore), su última película, que se estrenó mundialmente en Cannes el año pasado, está disponible para ver en algunas plataformas por menos de lo que vale una pizza de las más baratas.

No usaremos el título de comercialización El traidor de la mafia porque, básicamente, traiciona a la propia película. Le quita amplitud, le resta honorabilidad, la circunscribe, le pone anteojeras (tan de moda hoy en el mundo), orienta la mirada hacia lo aparentemente ineludible. En la historia de Tomasso Buscetta según Bellocchio importa la tarea ímproba, imposible, de la reconquista del honor, de la discusión acerca de entender qué es lo que se incluye y qué es lo que se excluye en la expresión “códigos mafiosos”. Buscetta es alguien que podría discutir con Fray Mocho acerca de códigos del crimen, tal vez si eso de crimen estuviera claro para el siciliano. Buscetta entiende a la mafia como una forma de vida y de ayudar, y ante la ruptura de sus códigos ancestrales -no matar familiares no involucrados, no a la crueldad con los niños- o ante alguna razón más oscura, decide contar lo que sabe y así se convierte en un personaje de gran relevancia histórica. Y Bellocchio lo deja entender, y lo deja pensar, y permite que la realidad se combine con su película en estructuras circulares, musicales, tubulares con resonancias, con acelerandos (las matanzas a velocidad con el contador desatado, los flashbacks despreocupados por los detalles que objetan los policías de la verosimilitud), y con retardandos para concentrarse en los juicios. Especialmente en esos juicios es donde hasta los más insensibles ante la maestría deslumbrante de Bellocchio -como Gary Goldstein de Los Angeles Times- deberían rendirse ante la evidencia: ante la disposición espacial, ante la puesta en escena de la tensión encerrada, enjaulada, ante las pausas para asestar los mejores golpes argumentativos y visuales, ante los desafíos actorales de alto vuelo que no se sienten nunca despegados de lo más terrenal, con un protagonista -Pierfrancesco Favino- que sabe que en la contención del llanto inevitable se juegan las mayores emociones y las mayores herramientas de un actor que también tiene que actuar bravura, triunfos y derrumbes frente a diversos poderosos (algunos elegantes y civilizados y también otros de los más desagradables, los abusadores con poder: crasos, groseros, violentos y mayormente sebáceos).

Bellocchio demuestra una vez más -y ya vamos perdiendo la cuenta ante uno de los mayores cineastas del siglo XXI aunque con más años de carrera en el XX- que sus apuestas por mecanismos alejados de cualquier medianía lo catapultan en formas poéticas sanguíneas, esas que eran la promesa del mejor Francis Ford Coppola del siglo XX, el de Drácula (pueden leer esto, también sobre Bellocchio, también en Hipercrítico: link) y también el de El Padrino III. No, no es con la primera de la saga con la que dialoga El traidor, es con la tercera, la del cierre, la de la idea de querer irse y no poder, si hasta es citada con la imagen de Tomasso en una silla al final; formas, elementos y encuadres similares a los de la silla final de Michael Corleone (Al Pacino). En su aliento parcialmente elegíaco, El traidor es también comparable con otra película protagonizada por Pacino acerca de no poder torcer el destino: Carlito’s Way, de Brian De Palma, que este año cumple 80. Pero El traidor es, a su modo, una tragedia social y una reconquista individual. Y para poder comprobar eso tendrían que ver la película, que es lo que deberían estar haciendo ahora mismo.