En el avión de regreso desde el festival de Berlín yo escribía textos para el catálogo del Bafici. Mientras tanto, en seis de las ocho pantallas sobre las que tenía visibilidad se reproducía una misma película de las muchas del menú del avión: Bohemian Rhapsody.

Yo ni siquiera había abierto el menú de películas del avión, y escribía mientras miraba de reojo diferentes momentos de Rami Malek imitando a Freddie Mercury en las pantallas cercanas. No pensaba ver la película por más que insistieran casi todos los compañeros cercanos del vuelo: tenía que hacer otras cosas, entre ellas dormir. Además, el fenómeno de la película me había pasado por el costado sin provocarme interés. De hecho, no sabía ni quién era el director de la película. Y el pasado domingo, si uno miraba los Oscars y escuchaba los agradecimientos de quienes ganaban premios por su trabajo en el film, tampoco se iba a enterar porque nadie le agradecía. Quizás esta nota (link) explique un poco ese ninguneo.

Yo seguía escribiendo, durmiendo de a ratos, y siempre que abría los ojos estaba Queen alrededor.

Empecé a pensar que esto era un fenómeno ineludible; bueno, vaya novedad, ya lo sabía desde el estreno. Pero lo venía evitando y ahora intentaba seguir al margen. En algún momento me decidí: no me iba a resistir más a la ola Bohemian Rhapsody, y de paso podía escribir -claro, en contra- para Hipercrítico. Sobre la película tenía los mil y un prejuicios, en parte porque desde hace muchos años no me interesa casi nada -o nada- Queen. En algún momento, hace más años todavía, allá por los ochenta y a principios de los noventa, sí. Pero después, desde el walkman/discman al mp3 y luego a la música en el teléfono y después a las listas de Spotify, a lo sumo aparecía en mis compilados “Under Pressure” -Queen junto a Bowie- de forma intermitente. Del fenómeno Bohemian Rhapsody me molestaban mucho -y me siguen molestando- esas notas acerca de “diferencias entre la realidad y la película” o “10 inexactitudes que molestan a los fans”. También me molestaba, a priori, lo que parecía una actuación ultra mimética de Rami Malek. Y a posteriori confirmé que sí, es nomás una actuación ultra mimética de Rami Malek. Pero es de esas hechas con una devoción tan conmovedora que de alguna manera puede llegar a redimir la mímesis fanática. La película, además, parecía tener momentos muy ridículos, rimbombantes y grandilocuentes: y sí, los tiene, y también simplistas y risibles (la composición de “We Will Rock You”, por poner un solo ejemplo).

Pero en algún momento uno empieza a dejar de lado las reservas -o Bohemian Rhapsody las demuele- y se da cuenta de que esta es una de esas películas en en las que se nota el interés, la devoción por hacerla. Y que las ideas musicales de Queen no son tomadas demasiado en serio sino en muchos momentos desde lugares cómicamente pretenciosos, demagógicos, incluso oportunistas. La película no reniega de ser, a fin de cuentas, un poco o del todo, grasa. Y ahí a uno casi que empieza a volver a caerle simpática “Radio Ga Ga”, en un final en Wembley al que llamar apoteósico es ser meramente justo, con una reconstrucción de la participación de Queen en Live Aid que respeta la duración de las canciones y la entrega de Freddie Mercury, es decir, de Rami Malek, que vio la oportunidad y la aprovechó, e hizo la actuación mimética más perfecta de la historia, para que nadie ose hacer otra. Y ganó el Oscar, y su alegría fue linda, como la de Sylvester Stallone en otros Oscars de hace más de 40 años. Junto con el carisma de Bradley Cooper y Lady Gaga (star quality, que le dicen) y la energía de Spike Lee, la cara ilusionada de Malek fue de lo más destacables de estos premios cada vez más aburridos, sosos y pegados a una agenda de temas que los aplastan. Al final, claro, quería que ganara Bohemian Rhapsody el premio mayor, porque a su modo un tanto atolondrado representa un cine que no se aleja de la celebración popular, del gran espectáculo, que no se avergüenza de las notas sentimentales y que no necesita el sello de Marvel o de DC. Una de esas películas de otros tiempos, en la que casi sabía quién era el director detrás del espectáculo más grande del mundo.