Este año, por primera vez, estuve en África. Ese debut consistió apenas en una tarde y una noche en Adís Abeba, o Adís Ababa, la capital de Etiopía, en la escala del vuelo de regreso desde el Festival de Jerusalén. Fue uno de esos días en los que todo parece ser novedad, intrigante y excitante, incluso para alguien que ha tenido la suerte de viajar mucho. Pero lo de Etiopía es otra historia, que no ha de contarse aquí. Este año, en este último mes, pude volver a África, y por más días, debido a una invitación del Festival de Cine de Marrakech, cuyo director artístico es desde este año el ex director del Forum de Berlín, Christoph Terhetche.

Como conté en la columna anterior, antes de ir para Marrakech estuve de jurado en Gijón y entre las películas que tenía que ver, las deliberaciones y mi extraña costumbre de tratar de no saber todo con antelación sobre los festivales a los que estoy por viajar me enteré de muchos invitados al unísono: no solamente iba a estar Robert De Niro, tal como me habían adelantado. Se sumaban Martin Scorsese, Guillermo del Toro, Agnès Varda, Robin Wright (que finalmente no fue), James Gray como presidente del jurado, Viggo Mortensen, Valeria Golino y Chiara Mastroianni. Un verdadero frente de estrellas exhibidas como tales, con alfombra roja, luces, autos de lujo y exigencias de vestuario para los asistentes a algunos de los homenajes.

El homenaje a De Niro fue contundente, energético y esplendoroso, con discursos convencidos y convincentes y complicidad, diversión y armonía entre el actor y Scorsese. Y también hubo charlas con los grandes invitados, y la de De Niro fue una experiencia contraria al homenaje: resultó más bien penosa. La encargada de la entrevista, denominada “conversación”, fue la actriz y directora francesa Maïwenn. Y sus preguntas lograron aplacar a De Niro, aplastarlo, volverlo casi indolente. “¿Considera que los actores son como las bolas de discoteca, con tantas caras como espejos tienen las bolas?” / “Usted actuó solo en una película dirigida por una mujer, y en un rol secundario, ¿por qué?” / “¿Le gusta el cine dirigido por mujeres?” / “¿Alguna vez participó de un rodaje mientras tenía serios problemas personales?” / “¿Estaba usted en pareja durante el rodaje de la película?”. Y la película de referencia, de la que más minutos se exhibieron, fue Enamorándose, de Ulu Grosbard y con Meryl Streep. Luego hubo un fragmento más breve de Una luz en el infierno, dirigida por De Niro, y que Maïwenn demostró no conocer demasiado. Una charla sin gracia, sin cine, sin conceptos, casi sin respeto por la carrera de uno de los grandes del cine, una propuesta de parloteo inane basado en detalles blandos y más bien de interés chismológico o privado, cortado por el molde de la corrección política al uso.

Al emprender el viaje de regreso desde Marrakech, un vuelo atrasado (muy atrasado) de la aerolínea Royal Air Maroc -hasta nuevo aviso, la peor que jamás haya conocido- hizo que las conexiones se perdieran, incluso una de Madrid a Buenos Aires con itinerario comprado por separado. Altos costos, molestias, atrasos, lo habitual en estos casos aunque un tanto exacerbado. Pero Royal Air Maroc le sumó a los problemas ocultamiento informativo, engaños, mentiras, maltrato y burla hacia los pasajeros. El avión en el que debíamos salir ni siquiera estaba en el aeropuerto y no informaban ni decían porqué, y de hecho en las pantallas el vuelo -que tuvo finalmente dos horas y veinte de atraso- jamás figuró como demorado: increíblemente, seguía saliendo a una hora que ya era parte del pasado. Y había un motivo para que ese avión no estuviera: el vuelo que debía traerlo a Marrakech se había cancelado. Y esa información la obtuve yo por Internet pero nadie de la aerolínea la reconocía y menos aún la comunicaba. Y así sucedió una cadena de desastres y maltratos e ineficiencia que nos hacían añorar las peores experiencias con otras aerolíneas y que para qué contarles a ustedes.

Pero entre el desperdicio de la charla con De Niro y el ridículo e inaceptable calvario al que nos sometió Royal Air Maroc hubo películas. Y una en particular vista por primera vez en una sala de cine y a muchos años de haberla visto en VHS y tal vez en alguna ocasión en DVD: Toro salvaje, de Martin Scorsese y con De Niro en modo irremplazable. Toro salvaje narra, experimenta, se aleja de cualquier languidez y expone con garra, músculo, atrevimiento e insolencia ese material del que deberían estar hechas todas las películas: personalidades atractivas, gente con ganas de tener su propia voz y no de imitar la languidez sin riesgos del tedio de moda de los últimos meses. En Toro salvaje hay más riesgo y variedad y modernidad y compleja claridad que en pilas y pilas de irrelevancias contemporáneas. Hay fuerza, hay pulsiones, hay belleza también en la decadencia, hay dignidad incluso en las caídas. Una película terminada de concebir en 1980 y que llegaría a la Argentina en 1981, como algunas otras creaciones imprescindibles, fascinantes, capaces de renovar nuestro entusiasmo en cada reencuentro.