Viajé a Japón. Estuve en Dotombori, Osaka: vi las luces, vi los carteles en movimiento perpetuo y vi los puentes, inspiraciones para Blade Runner. Pude pasear en Tokio y en Kyoto por muchas calles y casas que hacían pensar en Ozu, y pude ver lo obvio: que el encuadre dentro del encuadre no es difícil de encontrar fuera del cine en un país devoto de la estética. Pero mi mayor interés -o fetiche, a qué negarlo- se relacionaba con otra ciudad, la que fue capital de Japón antes que Kyoto y Tokio. Nara, la ciudad de Naomi Kawase. O, para ser más específicos, la ciudad de Shara, una de las películas que más quiero, o que más quise; a qué negarlo: la carrera posterior de Kawase, menos localizada, menos atada al terruño -es decir menos telúrica, palabra que hay que recuperar por fuera de sentidos peyorativos o meramente cínicos- quizás haya echado alguna mínima sombra sobre Shara. Pero no nos centremos en lo que vino después sino en el encuentro con esa película fundamental.

La luz de Shara se presentó en las pantallas en 2003; estuvo en Cannes, entre otros festivales. En 2004 la vi por primera vez en la ciudad de México, en el FICCO. En abril de ese año se dio en el Bafici. Escribí sobre ella un par de veces en esos momentos, y pedí y deseé que la película se estrenara comercialmente: en esos años un estreno en salas daba a una película un relieve especial y mayor visibilidad que la que suele dar hoy. Y era un pedido de justicia: uno tomaba cualquier película de la cartelera y era muy difícil encontrar las intensidades que alcanzaba con armas nobilísimas Shara, que tuviera sus misterios paradójicamente transparentes. Shara era dolor, duelo, catarsis, paso del tiempo, emociones alcanzadas y transmitidas con trazos justos, pudorosos pero nunca cobardes. Releo lo que escribí en 2008, cuando finalmente, felizmente, se estrenó Shara en algunos cines argentinos. Y copio el último párrafo porque puede ser útil para contar parte de lo que fui a ver a Nara: “La secuencia del festival Basara, la del baile, la de la lluvia, la de la celebración colectiva y comunitaria, la de la música repetitiva y embriagante, es una de las grandes epifanías ofrecidas por el cine en su historia: los misterios se hacen allí transparentes, la danza acusa el golpe de la lluvia, la vitalidad de los participantes -bailarines, organizadores y público- resiste, se intensifica. La vitalidad se rebela ennoblecida ante la fuerza del agua. Y ahí, como nunca, el cine de Kawase se revela. Pero esa revelación hay que verla y vivirla en el cine, varias veces, todas las que se pueda. Al fin y al cabo, ya lo dijo Cocteau, no encontraremos la poesía en las cosas sino entre las cosas.” En ese entonces, me di cuenta poco después, yo tenía cierta adicción pertinaz a la palabra “epifanía”. La he usado poquísimo desde entonces, o al menos eso espero; la adicción a citar a Jean Cocteau la mantengo. En fin, que a punto de viajar a Nara busqué en Internet qué calle de la ciudad era la de esa secuencia adorada. Pero no estaba la información: claro, Shara no ostenta el status de película masiva, no tiene un culto extendido de fan fetichista. Ante una consulta mía, amigos y compañeros de trabajo -gente imprescindible- situados a miles de kilómetros se pusieron a buscar información sobre el festival Basara, la locación más plausible según el año de rodaje e incluso se pusieron a congelar planos para tener referencias de marquesinas de comercios que permitieran identificar la calle en cuestión. Llegué a Nara, fui a algunos de sus templos famosos, vi el Buda gigante, interactué con los ciervos de los parques, que abundan como aquí las palomas, y luego caminé por calles vacías, cercanas pero muy distintas al ajetreo turístico. Era en ese silencio en donde estaba el espíritu de Shara, en esas casas en las que reinaba la quietud de un domingo antes de un feriado, en caminarlas sin prestar atención al fetiche de “esta era la calle”. Además, la calle en cuestión no iba a tener el baile del festival, ni su lluvia con sol, ni nada de eso. Shara y Nara se conectaban en movimientos azarosos, en una caminata menos atada a un lugar específico. No busqué más la locación, me di cuenta de que no era importante y de que yo no soy esa clase de fetichista, y fui otra vez a ver los ciervos de cerca y los templos desde lejos.