Vamos a hacer algo a destiempo, que es seguir hablando -escribiendo- del Oscar a casi dos semanas de la entrega de los premios. Habitualmente, a los dos o tres días ya no quedan ecos del asunto. Esta vez, sin embargo, hubo una sobrevida del tema por ese final en el que unos estaban festejando y en dos minutos cambió todo, como a veces pasa en el fútbol, justamente esta semana. El error organizativo, de reflejos, etc., que hizo que el premio a la mejor película cambiara literalmente de manos cuando ya muchos habían apagado el televisor fue uno de esos momentos que explican muchas cosas, un nodo fundamental, un concentrado de sentido.

En primer lugar, fue un cachetazo, un balde de agua fría para un relato de premiación que se dedicó repetidas veces a desafiar a Donald Trump, y le dejó finalmente el bocado servido. En segundo puso de manifiesto, por segundo año seguido, que las películas pueden ganar el premio mayor sin grandes cantidades de triunfos. El año pasado Spotlight ganó guión y película; este año Moonlight guión adaptado, actor de reparto y película. Y que, ay, la Academia no para de mandar “mensajes”, esos que Hitchcock no quería ver en el cine sino en el correo. Ha sido una especie de justicia poética que la ceremonia haya quedado marcada para siempre por un sobre. Y en tercero -y el que quiero destacar- evidenció en un instante lo que viene pasando con el cine desde hace décadas y se intensifica cada vez más: importa más el evento que las películas. Y esto va más allá de la ceremonia del Oscar: o los estrenos son eventos -Logan, Kong, Avengers, Harry Potter, Juegos del hambre, Star Wars, Moana y otras muchas marcas- o están condenadas a una circulación cada vez más limitada. El cine como peregrinación global al unísono, todos comentando Logan desde ahora y hasta que venga el próximo tanque. La agenda se impone y la aceptamos, también la del Oscar. Mientras tanto, películas valiosas pasan de manera cada vez más silenciosa, de manera más anárquica, de manera más errática. Y, sobre todo, no logran captar la atención en simultáneo de mucha gente. O hay estreno gigante o casi no hay manera de organizar un debate o conversación amplia sobre mucho cine. Los festivales hacen su aporte, que puede ser intenso pero que no logra sostenerse durante mucho tiempo, aunque sus efectos pueden pensarse y ponderarse en el largo plazo.

Un ejemplo de película que fue pasando inadvertida ha sido el de The Family Fang, segundo largometraje como director de Jason Bateman. Tanto The Family Fang como la primera, Bad Words, no se estrenaron en cines en Latinoamérica. Estados Unidos y Canadá y algún país asiático para Bad Words, y más países asiáticos y algunos europeos se sumaron a The Family Fang. Pero son películas que siguen pasando por debajo del radar. The Family Fang fue estrenada en el festival de Toronto en septiembre de 2015. Anduvo por algunos festivales, y entre fines de 2016 y principios de 2017 llegó a algunos otros países a televisión y sistemas de Video on Demand. El público al que podría interesarle la película se enteró menos de lo que debería haberse enterado, como suele pasar cada vez más con las comedias. Y The Family Fang es una comedia con estos protagonistas: Jason Bateman, Nicole Kidman, Christopher Walken y Kathryn Hahn. Una comedia familiar malva, de tono enrarecido. Una película de esas excéntricas, que nos muestran que el cine es más variado que el habitual menú de tanques más las que proponen los Oscars como “películas importantes”.

Sin embargo, en estos Oscars detecté algo así como una luz de esperanza, o al menos una idea de resistencia. Por más que La La Land me guste bastante poco, volvió a poner aunque sea de manera efímera al género musical en la discusión. Y hay más género. Entre los cinéfilos menos permeables a convalidar la importancia de las premiadas por el mero premio, había cierto consenso en destacar dos películas: Hacksaw Ridge de Mel Gibson y Hell or High Water de David Mackenzie. Una bélica, un policial. La necesidad del género, del cine que antes teníamos disponible con mayor frecuencia en las salas, ese que podía convocarnos para verlas y discutirlas. Ese tipo de películas que, como pasó en los noventa con Seven y Los sospechosos de siempre, antes no pasaban tan inadvertidas, o no perdían por tanto frente a los tanques globales de superhéroes, supermonstruos, superbestsellers. Y un último tiro para el lado de la justicia: la película de Gibson ganó el Oscar al mejor montaje. Cualquier otro resultado era un escándalo, que se sumaba a los demás escándalos.