Luego de la burocrática Buscando a Dory y la apenas eficiente La vida secreta de tus mascotas -Pixar debería recuperar su arte, la marca ya está clara; Illumination nunca tuvo la gloria de Pixar-, Mi amigo el dragón aparecía, temible, como un caso más de mucho despliegue publicitario y poco cine. Pero algunas recomendaciones efusivas de gente que valora el cine y no sólo los eventos, los acontecimientos inflados, me hicieron ir. Y Mi amigo el dragón es la recuperación del cine para niños -bah, apto y recomendable para todos- en formato grande, la película que debería contagiar al resto, la que debería señalar el camino. No lo va a hacer, pero mientras la vemos creemos, esperanzados, que todo va a mejorar, también las películas (y hasta el comportamiento del público en el cine, pero ese es otro tema).

Entre gente revolviendo lo más ruidosamente posible pochoclos, Mi amigo el dragón se juega y comienza con una extraordinaria economía narrativa y simbólica. El fin de una familia, de la protección frente al mundo, el inicio de la lectura, un accidente fuera de campo, el peligro, el contacto con el dragón, que se define como personaje en apenas segundos. Títulos, ya estamos adentro. Los personajes se miran, saben mirarse, saben contar historias, otros saben escucharlas: Robert Redford en modo confiable, de vuelta de todo, como mensajero de la sabiduría acumulada en décadas, en otras décadas, que en esta película -y no en las banalidades de Truth- encuentra su verdadero hogar. Bryce Dallas Howard con sonrisa franca, mirada demoledora y un físico de belleza más contundente que nunca: calidez maternal y erotismo inmediato vestida hasta el cuello. Las buenas películas brindan dimensiones diversas sin necesidad de enfatizarlas, sin hacerlas explícitas. Mi amigo el dragón es la remake de la película de 1977 con el dragón dibujo animado en modo cartoon y con colores llamativos, de la que no recuerdo casi nada más allá de que nunca estuvo entre mis favoritas de Disney de la niñez.

Mi amigo el dragón siglo XXI va por otros lugares y con un dragón que no está dibujado. Es una película en la que la naturaleza -Nueva Zelanda como set de filmación- se impone, y además también es una película truffautiana, por un lado porque las referencias a L’enfant sauvage (El niño salvaje, 1970) son muy claras, pero además por la orfandad como tema, por la búsqueda de la familia sustituta (y ensamblada), y sobre todo porque la película filma con mucha más emoción y empatía a niños, mujeres y hombres reflexivos que a hombres “de acción”. Y también porque la extraordinaria música de Daniel Hart tiene algunos puntos de contacto con las memorables composiciones de Georges Delerue. Mi amigo el dragón es una película de gran lirismo que proviene de sus seguridades y no de exceso alguno, de saber beber en las fuentes clásicas modernizadas según la usina eterna del cine de los setenta; no tanto de Mi amigo el dragón 1977 sino más bien de las muchas ejemplares enseñanzas de no apurarse y tampoco pausarse en la narrativa, de la confianza en el poder de una historia contada de forma convencida y convincente. La película anterior del director David Lowery, Ain’t them Bodies Saints, era de tema malickiano (por Badlands). Y St. Nick, de 2009, conecta con Mi amigo el dragón porque trata de dos hermanos viviendo en el bosque. La salida a la naturaleza, las huidas por las rutas del país profundo, temas del cine de los setenta. Mi amigo el dragón exhibe con orgullo la seguridad de un montaje prístino (Lowery tiene gran experiencia como editor): “va a venir alguien más” dice Bryce, porque se le ocurre en ese momento, corte directo, aparece Redford en el auto, como se hizo siempre en la mejor tradición narrativa, y todo en esa línea. La banda de sonido no sólo descarta los rellenos en piloto automático y las agachadas promocionales sino que se integra en el fluir de una narrativa poderosa como pocas sin estruendo alguno. Como dijo Richard Brody en The New Yorker sobre Ain’t Them Bodies Saints, también Mi amigo el dragón fluye como una balada. Y si una película puede fluir y llegar a picos emotivos como lo hace “So Long, Marianne” de Leonard Cohen, estamos sin duda ante el poder de la magia del cine, el arte que más impactó en el siglo XX. En el XXI, mientras se duda de su poder, Mi amigo el dragón estremece y nos recuerda su grandeza incomparable. Esperamos con ansias tu Peter Pan, David Lowery.