Hay algo de contundente, de claro, de evidente, que no podría haber sido de otra manera. Ese andar seguro que tienen las grandes películas. Un andar seguro que en la inmensa mayoría de los casos, al conocer mínimamente la gestación de las obras, sabemos que provino de un camino de dudas, de interrogantes planteados hasta el fondo de las cosas. Así, como debe hacerse: ¿cómo contar esto?, ¿cómo mostrar aquello?, ¿cómo transmitir esa emoción sin mostrar o sin decir lo otro? Lo que no se muestra, lo que no se dice, la opción del silencio, la decisión del énfasis ausente, caminos posibles de los cineastas al interior de sus grandes películas.

Esos caminos a veces dan lugar a películas seguras, dichas con aplomo. Empieza una digresión: si este texto fuera una intervención radial las chances de que alguien del programa hiciera alguna chanza con la palabra aplomo serían altas. Aplomo. Películas. Plomo. Ja ja. Ja. Hace poco el cineasta y crítico Juan Villegas tuiteó esto: “Compadezco a los críticos de cine de la radio, que soportan las burlas y risas de conductores y compañeros, al recomendar películas rumanas.” Conductores que quieren pasar por “espectadores comunes” y que definen al crítico de cine como “al que le gustan las películas raras”. Conductores que pretenden presentarse como “la voz del público” ante el crítico. Generalmente mera demagogia, populismo radiofónico. Los críticos a veces terminan adaptando su propio discurso a estas coordenadas, a estos límites. ¿Cine rumano? Qué plomo. ¿Iraní? Qué plomo. ¿Italiano? Qué plomo. ¿Español? Qué plomo. ¿Cine de hace cuarenta años? Qué plomo. ¿Usar la palabra aplomo? Qué rebuscado, qué plomo, a mí dame superheroes, James Bond y las cosas simples. Una posición que se convirtió en moda, y que para hacerse notar a estas alturas necesita volverse cada vez más hiperbólica, absurda, irrisoria. Gente que no quiere escuchar hablar de “cine de autor” y a la vez ignora por completo que “cine de autor” no es un bodrio francés como Nuestras mujeres y sí una obra maestra americana como Terminator de James Cameron. Por suerte esto no es así en todas las radios, pero es una tendencia asentada en demasiados programas desde hace ya demasiados años.

Volvamos a las películas seguras, esas que transmiten aplomo, esas que se imponen, incluso por sobre los conductores radiales banana. Julieta es una de ellas. Hice una crítica sin contar prácticamente nada del argumento http://www.lanacion.com.ar/1911441-cine-espanol-con-letras-mayusculas; no siempre hay que hacerlo, y menos con películas que cuentan vidas, que descubren sus intersticios. Julieta ilumina, con una luz impactante, con una imagen casi mayormente diurna. Y al pensar en esto recuerdo el tren en la noche, el tren hitchcockiano, y me doy cuenta de que es también un tren truffautiano, un tren de El amor en fuga -que a su vez también era de Hitchcock- con su freno, sus valijas cayendo, con la persona corriendo al lado del tren detenido. Las grandes películas seguras, hechas con aplomo, van sedimentando con los días, van ramificando sus sentidos; volvemos a ellas, no dieron todo de sí en una primera aproximación. Son mucho más de lo que ve una primera mirada. Y hablando de nuevas miradas, de regresos a películas, volví al principio de Annie Hall -acá llamada, ay, Dos extraños amantes- de Woody Allen. Alvy Singer (Allen) habla a cámara, nos habla, “canta” sus verdades, o sus maneras de ver el mundo y de verse, eso que hemos dado en llamar sus neurosis. Alvy es un personaje plasmado con una seguridad pasmosa, toda la película lo es. Annie Hall es un relato filtrado de forma explícita por el autor. Los pases de tiempo, el hablarnos a los ojos, la entrada de Alvy adulto en el colegio de Alvy niño, el desprecio de Alvy -y Allen- por los que lo encaran en la puerta del cine, el chiste de los profesores y los de gimnasia llevado más allá de la cita décadas más tarde de Linklater en Escuela de Rock. Annie Hall es una película fuertemente alleniana y evidentemente segura, de un cineasta en pleno uso de sus facultades. Una película que ayudó a definir lo más fuerte de Allen como autor, construcción que él luego aprovechó en ocasiones en piloto automático y hasta en períodos despreció, desperdició, incluso con cierto desdén (un desdén pretencioso en Match Point, un desdén indolente en El sueño de Cassandra). Julieta, en cambio, es una película en la que Almodóvar está mucho menos expuesto. Está todo el tiempo y la película lleva su firma por todos lados, y es una firma tan segura que no necesita reforzar su trazo, la película respira su identidad sin dificultad.