Una de las películas fundamentales de Joe Dante, es decir una de las películas que todavía definen la cinefilia de muchos de nosotros, Pequeños guerreros (Small Soldiers), de 1998, llegó después de dos memorables películas de Dante no estrenadas en cines en Argentina como Matinee de 1993 y La Segunda Guerra Civil de 1997. Y esas dos vinieron después de Gremlins 2 (1990), la maravilla generadora del mejor caos, de la puesta en práctica -cinematográfica- de la idea de romper todo. El cine de Dante, el cine dantesco de los noventa del siglo pasado es una celebración de la diversión sin miedo a la destrucción, nada menos. Y Matinee más La Segunda Guerra Civil más Pequeños guerreros constituyen la trilogía de la guerra del cine de Dante. Matinee en el pasado )un fracaso de público, qué sabe el público), La Segunda Guerra Civil en el futuro (una película para televisión estrenada en cines en Europa, bien por Europa), Pequeños guerreros en el presente.

El presente de fin de siglo de Pequeños guerreros es, claro, el presente pensado desde la especulación, desde la más límpida ciencia ficción: estamos frente a juguetes robóticos armados con tecnología informática militar, con súper chips. Los juguetes son, por un lado, los Gorgonitas, amables monstruos programados para esconderse y huir y para buscar su lugar de pertenencia, Gorgon. Por el otro, tenemos a los Comando Elite, militares pasados de anabólicos y, sobre todo, contentos y orgullosos de manejarse con el lenguaje militar, pero sobre todo con el lenguaje militar de la tradición de las películas bélicas. Estos soldados hablan -y gritan y fruncen el ceño- en milico parodiable, pero en milico de cine.

Las películas de Dante son películas sobre películas, pero no por la mera referencia para el club de los cinéfilos perdidos sino para que la mezcla tenga sustancia, para que quien quiera -o pueda- oír que oiga los ecos de otras películas. Y sin dejar a nadie afuera, que por eso las películas de Dante nos gustan desde la niñez. El cine de Dante -el cine dantesco- suele basar su energía en motores como el respeto no melifluo por la vitalidad de la niñez y la adolescencia, la capacidad de huir de la monserga mientras no se priva de demoler diversas idioteces y, sobre todo, el apetito y la voracidad por la destrucción, por recompensar nuestra fascinación ante el fuego, los monstruos, los discursos dementes y, para terminar, la lucha sin cuartel entre juguetes y humanos.

Todos sabemos que la película más famosa de los noventa con juguetes parlantes y dotados de personalidad se llama Toy Story, y que hasta la tercera película constituía una de las mejores trilogías del cine. Pero también sabemos -o supimos algunos- de la traición de la cuarta parte, traición que hasta puede haber arrojado un cono de sombra sobre las tres anteriores. No sé si supimos en 1998 que Pequeños guerreros era, a su modo, una respuesta salvaje a Toy Story, una respuesta nada alegórica, una respuesta materialista, pegada al mundo, comprometida con sus ideas al punto de nunca ponerlas en primer plano y siempre poner al frente la acción, los tiros, el fuego, los flechazos, de los reales y de los figurados, porque ahí está también la historia de amor adolescente jugada con fotogenia e ilusión por Kirsten Dunst y Gregory Smith. Eso, Pequeños guerreros se comprometía con lo que le pedía Pauline Kael al cine: Kiss Kiss Bang Bang y, en este caso, un montón más de Bang Bang y de diversión y de piñatas de las que revientan con ruido. Viva Dante y vivan las piñatas de las de antes, no estas de hoy en día que ya no explotan.