John Krasinski fue Jim Halpert en la serie The Office versión americana. Mientras duraba la serie se había convertido en director de cine adaptando, en su primer largometraje, a David Foster Wallace (Brief Interviews with Hideous Men, 2009, estrenada en Sundance). Siete años después, ya con The Office en el pasado, hizo The Hollars (2016, también estrenada en Sundance), película sobre una familia en un momento particular (bueno, como todos). Y en 2018, de repente, logró un éxito gigante, global, de esos que multiplican por mucho la inversión, con A Quiet Place (Un lugar en silencio, 2018, estrenada en South by Southwest). A los dos años de esa película dirigió la secuela, y cuatro años después de la secuela dirigió IF, Amigos imaginarios (IF es por Imaginary Friends), que fue más bien un fracaso, de esos que cargan con el mandato de recuperar con creces un gran presupuesto y fallan en el intento.

La extraordinaria Amigos imaginarios, más bien maltratada por la crítica con argumentos que en general no me convencen, tiene el destino de película a ser reivindicada en los próximos años, y sobre ella escribí acá (link). Sí, está bastante claro que una habilitación presupuestaria para algo tan caro de producir como Amigos imaginarios tuvo buena parte de sus causas en el éxito de las dos entregas de Un lugar en silencio. En efecto, ambas hicieron mucho dinero, o con mayor precisión hicieron ganar mucho dinero. Sin embargo, también dan ganas de pensar -aunque sea pura fantasía- que Krasinski recibió la confianza de la industria por haber hecho una película con las características de Un lugar en silencio, más allá de sus avatares de multiplicación de la inversión. A seis años de esa película y a cuatro de su secuela de 2020 aunque estrenada mayormente en 2021, es obvio que se pueden extraer diversas interpretaciones en relación al infausto año 2020, pero ese es otro asunto (sí, por ejemplo, la idea de protagonizar la película con su mujer y unos muy pocos otros actores en un lugar aislado puede hacer pensar en la ultra estupidez que vino después de “los protocolos”, pero, de vuelta, es otro asunto, y no tengo ganas de enojarme hoy).

Un lugar en silencio es una de esas películas que se toman el trabajo de reiniciar, de recomenzar, de repensar qué se hace con el cine o cómo se hace el cine. Una de esas películas que, ante el mandato de contar una historia, se preguntan cómo contarla. Una de esas películas que toman los elementos en uso y los reducen para pensar cómo usarlos para la tensión y la interpelación del espectador. Una película que se hace esta pregunta: ¿cómo puedo hacer que este espectador de hoy no pueda dejar de seguir este relato con interés? Una pregunta en la tradición de Alfred Hictchcok, claro. Y una pregunta cuya respuesta práctica en la película tiene que ver con volver a revestir de importancia a los elementos nucleares: Un lugar en silencio pone al sonido en el centro de la atención, lo hace punto de partida, intriga y clave en un momento en el cual mucho cine mainstream había optado cada vez más por cargar de barullo cada película “grande”. Un lugar en silencio decide no ponerse a explicar sino que va dosificando en función de las acciones: todo se entiende, en nada se abunda, nada se carga de excesos. Todo fluye con la seguridad narrativa de quien ha entendido unas cuantas tradiciones que lo preceden: ya desde el comienzo en un supermercado se invoca algo de lo más memorable de El resplandor de Stanley Kubrick y también La niebla de Frank Darabont, y de ahí a Stephen King.

Un lugar en silencio construye su tensión de forma progresiva y con cierta idea idea de la economía -ahorra recursos hasta que puedan ser usados con mayor eficacia- que la hace concisa y contundente. Además -es una película de Krasinski- lleva su carga emocional sin vergüenza alguna y sin alardes excesivos: la figura del padre y su responsabilidad parece ser uno de los temas que despuntan en la filmografía de este director y excelso actor de comedia (es decir, que puede actuar todo lo demás), que se perfila como uno de los que pueden seguir haciéndonos creer que la magia o las magias del cine siguen disponibles.