En la columna anterior (link) les contaba que estaba por viajar a un festival en Serbia, a unos 200 kilómetros de Belgrado, cerca de la frontera con Bosnia y Herzegovina. El festival ocurre en el lugar en donde vive Emir Kusturica, que se dice “Kusturitsa”. Ese lugar es Mecavnik, o Drvengrad, cerca de Mokra Gora y el festival se llama Kustendorf, y el lema del festival de este año fue “Not Surveillance, Cinematography!”; es decir, “no vigilancia, cine”, en referencia al uso de las cámaras: al final del hermoso catálogo viene para despegar un “tapa cámara” para la computadora.

El lugar en el que transcurre el festival es un hermoso complejo -felizmente nevado, en este enero- de cabañas de diferentes tamaños -o cabañas más grandes con diversas habitaciones- que funciona como hotel, y que durante el festival hospeda a los invitados, cineastas, prensa y estudiantes de cine y otros invitados de Kusturica, que está todos los días presente por las noches en su una gran mesa en la que fuma habanos. Mecavnik, mientras dura el festival, es una pequeña ciudad-festival en la que imperan las reglas de Kusturica: hay comida libre -ya extraño una ensalada en particular, entre otras cosas- para todos los acreditados del festival, al cine se entra sin papel alguno, no se vende Coca-Cola y se puede fumar en los bares y restaurantes del lugar. También hay varios puestos en los que se vende la bebida tradicional, de alto volumen alcohólico, que se llama rakia o rakija y puede ser fermentado de ciruela, de uvas, de membrillo (membrillo es Dunja, como el nombre de la hija de Kusturica, que programa el festival), de miel, de pera… Hay una rakija, me contaron, que se hace poniendo una botella con alcohol en una rama con flor del membrillo, para que la fruta crezca “mágicamente” dentro de la botella, y la botella con la fruta la vi.

En Mecavnik hay dos salas de cine, una más grande llamada Damned Yard y otra más pequeña llamada Kubrick. Y Kusturica tiene otro pueblo, o barrio con hotelería y calles, y construcciones de muy diversos estilos arquitectónicos según la variada historia e influencias culturales -recordemos que estamos en la zona de los Balcanes, zona de compleja historia de cruces, ver por ejemplo Macedonia y el uso del término en algunos países-. Ahí en ese otro lugar, Andrićgrad, algo así como un pueblo en Bosnia y Herzegovina armado en homenaje al Nobel de Literatura yugoeslavo Ivo Andrić, hay otro cine, llamado Dolly Bell. Uno puede hospedarse en los pueblos de Kusturica e ir a los cines de Kusturica, uno de los muy pocos cineastas que han logrado ganar dos palmas de oro en Cannes y con seguridad el único fundador de pueblos.

Kusturica, además, es uno de los cineastas más personales e intensos -en estos tiempos en los que mucho cine huye de la intensidad, es además una rareza viviente- de las últimas décadas, devoto del cine italiano, de Luchino Visconti y de Federico Fellini. En la sección retrospectiva de Kustendorf estaba programada Natvris khe, El árbol de los sueños, película imprescindible de 1976 del georgiano (nacido en tiempos de la Unión Soviética) Tengiz Abuladze. Natvris khe, influencia para Kusturica, seguramente fue influenciada por Amarcord.

En Kustendorf la única competencia es de cortometrajes, en esta ocasión diecisiete cortos de los cuales trece respondían a la deseada lógica de cine local, de cine antiglobal del festival. Lo curioso es que los primeros cuatro cortometrajes exhibidos en la primera noche de la competencia eran de esos que por su estética y por su lógica expresiva pertenecían más bien a lo más global de la producción para festivales, a ese estilo internacional tan poco singular, a ese estilo en el que los personajes se quedan callados cuando deberían hablar, o al menos decir algo, algún sonido palabra que los saque y nos saque del sopor, y que les evite entrar en la lógica del sino trágico y arbitrario que los envuelve, como también los envuelve esa extraña mudez. Esos cuatro cortos iniciales fueron felizmente cortados de cuajo por una comedia en formato de corto, el corto salvador, que inició una variedad mucho más feliz y mejor de producciones, que se constituyó finalmente como una programación notable. Ese cortometraje que dio inicio a la programación verdaderamente a tono con el lugar se llama Duck Roast, lo dirigió una serbia que vive en Finlandia, y es una comedia alrededor de la comida, de una cita, que se convierte en cine sobre cine. Con la directora, llamada Jelica Jerinić, conversamos acerca de la dificultad de hacer comedias, de la dificultad de que se programen en festivales, y de la casi imposibilidad de que ganen premios, sobre todo si se trata de comedias que basan buena parte de su lógica en diálogos. Por supuesto que Duck Roast no ganó nada, aunque más allá de esa predecible situación puede decirse que los premios fueron incluso justos. De todos modos, cada cortometrajista presente en Kustendorf estaba contento de estar en un ambiente en el que un tipo de cine mayormente vital era el menú diario, además de la comida, las charlas y la cercanía con cineastas consagrados, y por supuesto la nieve y la montaña y la calle y la plaza Diego Armando Maradona.