Veo películas, como siempre, algunas ya terminadas, otras que están en proceso de terminarse. Veo algunas películas de ficción e incluso capítulos de una serie (Boardwalk Empire). Y las agrupo en un conjunto: obras que tienen como uno de sus principales atractivos o encantos el transcurrir en el siglo XX. Veo también un conjunto de documentales: los que transcurren en el siglo XXI son sobre vidas cascadas, abolladas o vidas aisladas. Y los que transcurren en el siglo XX son sobre figuras paradigmáticas en general del arte que ya han muerto y que los propios documentales se encargan de decir -o de sugerir, o de evidenciar- que no tienen herederos o sustitución.

Por otra parte, veo pocas comedias aunque trato de ver muchas. Ya sabemos que en los últimos años las comedias han reducido su participación en la oferta general y que se han convertido en un producto escaso. Las variantes principales de la comedia del siglo XXI ya no son la guerra de los sexos, el rematrimonio o un señor destruyendo una fiesta sino otras cosas, por ejemplo el apocalipsis de la razón o el reino de la estupidez, como en La idiocracia (link). Cada tanto aparece algún caso -no muy frecuente- de lograda comedia familiar intergeneracional o casi intergeneracional como por ejemplo Blondi. Sí, es cierto que hay elementos cómicos en algunas películas de superhéroes y en otras más bien multitarget o multitasking. Pero, dicho esto sin mucha mayor reflexión pero con absoluta certeza, debería haber más comedias y la comedia debería tender ser más buñueliana y, tomando a La idiocracia como molde, cargarse de corrosión y observar al mundo, este mundo de este siglo que añora y a la vez desdeña -o ignora- al siglo precedente.

Este mundo incluye situaciones cotidianas en los medios de transporte que ya hemos vivido miles de veces pero que si las veíamos en películas de los ochenta o noventa eran simplemente puntos de partida para que el justiciero del relato corrigiera los hechos con advertencias y luego con contundencias. Lo vemos en el subte, lo vemos en el colectivo, lo vemos en el tren. Mejor dicho lo vemos y sobre todo lo escuchamos: hay muchos seres que juegan a cosas en pantallas, ven cosas y escuchan músicas a alto volumen y sin auriculares. Es decir, uno participa de esa escucha porque -como bien sabía Felipe en Mafalda- uno anda siempre con los oídos puestos. Así, la invasión del espacio sonoro es otra de las resignaciones que nos tocan en estos tiempos, con gente que no se da por aludida ante la mirada reprobatoria de los demás (los pocos que reprueban) o de algún llamado de atención. La invasión del espacio sonoro a veces es hecha por niños munidos de pantallas y con la anuencia de sus padres -o con la indiferencia de sus padres- y muchas otras veces por adultos o por formas humanas en otros tiempos consideradas como propias de adultos. Hace una semana viví la invasión del espacio sonoro ya no en un colectivo ni subte ni tren, ya no en situaciones de viaje corto. La cosa está escalando, o volando, porque me pasó tres veces en aviones la semana pasada, en viaje hacia el Festival de Cali, con escala en Panamá, entre ida y vuelta dos tramos de siete horas y dos tramos de más de una hora. Un señor -o algo con forma de tal- escuchaba unas tres filas más adelante una música, o miraba una serie con música a todo volumen. Le dije a la azafata que por favor le pidiera que detuviera la invasión sonora. La azafata me miró como a un fósil pero fue y le dijo al señor (o similar). El señor bajó el volumen unos diez segundos, hasta que la azafata se alejó unas filas más adelante, y volvió a subir la música, o la banda sonora de su capricho que quería compartir con todos. Hubo más ejemplos de estos asuntos y todos ustedes deben tener muchos, pero agrego uno más, para peor ni siquiera destacable o interesante o particular, que me tocó en el último segmento de viaje: el joven que tenía en el asiento de al lado se puso a ver una película en su teléfono, y lo hizo con una pasmosa naturalidad… sin auriculares, con el audio que yo podía escuchar con claridad. Era una película originalmente en inglés, una con Jim Carrey de hace quince años llamada ¡Sí señor!, pero la estaba viendo sin subtítulos y doblada al castellano. Parafraseando a Pauline Kael una vez más, antes la gente grande tenía vergüenza de ver películas dobladas, ahora ni eso, y te lo hacen saber, o ni siquiera se dan cuenta de que te lo hacen saber. Y también te hacen saber que no tienen o no quieren o les importa un carajo usar o no auriculares al lado tuyo.