Estamos en el terreno del prodigio, del asombro, y para eso ni siquiera es necesario ver la película. Entre la primera de las aventuras protagonizadas por Indiana Jones -Los cazadores del arca perdida (1981)- y la nueva, esta quinta parte, han pasado cuarenta y dos años. Cuarenta y dos años representan casi exactamente un tercio de la historia del cine, desde 1895 hasta el presente.
Sí, también podríamos comparar Indiana Jones con Star Wars y notar que ahí también estamos frente a actores y personajes que estaban en la primera película (1977) y después estuvieron en la novena entrega (2019). Y notar además que también son cuarenta y dos años, y que se trata de otra creación de George Lucas. Pero el caso de Star Wars es distinto, son más películas y el peso del relato se ha repartido entre más participantes, hay diversas generaciones asentadas, hijos protagonistas, padres que se revelan, cambios de núcleos de interés, etcétera. Las Indiana Jones descansan -más bien no descansan, se mueven- sobre las espaldas de un personaje central, el del título, interpretado por Harrison Ford, que el 13 de julio de este año cumplirá ochenta y un años. Prodigio, asombro, admiración.
Dicho todo esto, sería deshonesto no reconocer que las expectativas frente a esta quinta parte eran por lo menos cambiantes y estaban lejos de ser siempre positivas. Soy parte de los que al ver la cuarta entrega, Indiana Jones y el reino de la Calavera de Cristal, habíamos quedado defraudados por completo, casi quejándonos por la resurrección y conversión en tetralogía de la trilogía que tan bien había cerrado en 1989 con Indiana Jones y la última cruzada (última, ¿entienden?). El reino de la calavera de cristal estaba mal desde su título, si me preguntan, pero no me han preguntado. No la volví a ver desde su estreno, y tengo en la memoria una largo segmento final enfermo de digitalitis, y la persistente sensación de que era una película tardía a la que le faltaban bríos, como si algo, o alguien, o todo junto, se estaba poniendo viejo pero estaba intentando disimularlo usando de forma poco efectiva, casi grimosa, los modos del cine exitoso de esos años (y sí que fue exitosa, fue la segunda película que más recaudó en 2008). Frente a ese recuerdo, la noticia de una quinta parte, aún más tardía, me acobardó: temí que fuera un espectáculo penoso, otra degradación innecesaria.
Pero algo había cambiado, ya no estaba Spielberg en la dirección sino, por primera vez en las Indianas, otro director, James Mangold, alguien con una carrera muy singular, variada, que incluye unas cuantas películas asombrosas, como por ejemplo Encuentro explosivo (Knight & Day) y Tierra de policías (Copland). Una carrera de desafíos, un director de esos que al revisar los títulos de su filmografía hasta podemos pensar que está sostenida en la idea de no estacionarse en el terreno conocido. Hay que ser muy valiente para descubrirse como el único director que no es Spielberg de una serie de películas como estas, para asomarse como el nuevo ante un personaje de tal prosapia. Mangold representaba una nueva esperanza, aunque el trailer y una cierta “lógica de marca probada” del trailer morigeraban las expectativas. A la vez, llegaban diversos comentarios entre tibios y en contra desde la premiere mundial en Cannes, que en un principio uno podía pensar como malas noticias pero en realidad, bien pensado, eran buenas. Un festival de la intensidad de Cannes suele ofrecer demasiados estímulos e incomodidades como para cansar los ojos y el alma y dejarlos sin chances de apreciar una película como esta, y como otras. Indiana Jones y el dial del destino necesita un público de trayecto menos laberíntico que el de Cannes ante cada función, necesita de un público que idealmente pueda entrar al cine desde la calle, a un cine con puertas vaivén de vidrio primero y luego puertas vaivén de madera, y luego cortinados, etc. Sí, casi no queda de eso en la ciudad y en el mundo, pero al menos cines a los que se pueda ir sin tanto protocolo como en Cannes.
Indiana Jones y el dial del destino necesita espectadores que sepan jugar, que estén interesados en el cine y no en el mundo del cine (David Obarrio dixit), que se dejen llevar por la gran aventura, porque esta película es una gran aventura hecha por mucha gente y comandada por un señor como Mangold, al que se le notan las ganas de hacer estas aventuras. Y de hacerlas con una película que es vertiginosa sin ser apurada, en la que las secuencias jamás se estiran con chicles y pegotes de efectos (el rejuvenecimiento facial no solamente está bien usado sino que, en algo así como una declaración de principios, se usa “de menos” gracias a la cabeza embolsada del protagonista en la primera secuencia), una película que tiene chistes pero están integrados en cada momento de este festival de contundente espíritu de exageración verosímil, una película con actores a los que se les nota el placer de estar ahí, animando un relato con alma y vida, una película de constante inventiva en el brío de la aventura, actual y a la vez orgullosamente clasicista, de las que pueden ser osadas porque saben dónde están paradas, o por dónde están corriendo, o por dónde están nadando, o volando, o saltando o manejando tuc tucs a alta velocidad por calles marroquíes. En esas calles, además, Mangold se da el gusto de terminar una gran cantidad de planos con la presencia de burros o camellos, en toda una declaración de formas y simpatías, de motivos visuales y vitales.