En algún lugar del primer tomo de las 1.400 páginas de la muy recomendable biografía sobre Elvis Presley de Peter Guralnick, pueden leerse algunas recomendaciones de actuación que le hicieron a Presley: “Richard Egan le dijo que el truco estaba en ser uno mismo, y Davis Weisbart insistió en que las clases de interpretación probablemente le arruinarían como actor ya que su mayor virtud era la naturalidad”. Seguramente nadie le dijo nada ni remotamente parecido a Austin Butler, el actor californiano que interpreta a Elvis en Elvis de Baz Luhrmann, quien quizás hasta lo haya alentado para que hiciera todo lo contrario a eso que le aconsejaban al Elvis de verdad.

Butler se manda una de esas actuaciones obsesivamente miméticas, intensamente miméticas, insufriblemente miméticas. Una de esas actuaciones pensadas y ejecutadas -sobre todo ejecutadas- con esfuerzo, entrenamiento, seguramente también con no poco sufrimiento. Actúe, Butler, déjese de estas cosas de imitador que siente la actuación. Pero no, Butler, seguramente acicateado por Luhrmann, sigue y dale que va con una de esas actuaciones hechas como si estuviera perseguido por un espejo que le pregunta ¿quién es el más igualito a Elvis Presley? Y todo ese esfuerzo se vuelve pringoso, molesto, hasta desolador. Y, peor aún, se vuelve irrisorio e inútil cuando, sobre el final, Luhrmann decide poner unos segundos de imágenes del verdadero Elvis Presley. Si vas a jugar a la actuación mimética, nunca pero nunca metas ni un segundo de imagen del imitado porque lo más probable es que el imitador quede haciendo sus gracias en el vacío. Y así sucede en esta mayúscula decepción titulada Elvis, que muestra a Baz Luhrmann ya alejado de sus bríos pasionales de Moulin Rouge! (¿Me animaré a volver a ver ahora a mi amada Moulin Rouge!? no sé, temo enfrentarme a la película, porque es mentira que veinte años no es nada, y menos todavía veintiuno, como en este caso.)

Elvis es, no demos muchas vueltas, una película no solamente inútil e incapaz sino además largamente tonta. Quiere decir “algo” -¿para qué?- sobre los Estados Unidos de las décadas del cincuenta, sesenta y setenta y en esos aspectos se evapora tristemente ante una comparación de apenas unos minutos con cualquier película de John Waters que transcurra en alguna de esas décadas, y también ante tres o cuatro planos cualquiera de Forrest Gump. Las osadías y la falta de miedo al ridículo que podía ostentar Luhrmann en sus mejores películas -las primeras, claro- se han vuelto viejas y sobre todo han mutado en caídas en el ridículo sin más. ¿Qué cuernos es ese aspecto pingüinesco -a lo Danny DeVito- de Tom Hanks? ¿Para qué? ¿Para qué se nos ubica en el punto de vista del Coronel Parker si va a llegar a la obviedad de obviedades ya recontra sabida de que el falso Coronel le jodió la carrera y la vida a Elvis? No solamente no hay sorpresa alguna; no hay tampoco osadía, juego, vuelo. La cámara parece ser revoleada con insistencia, como manda el Luhrmann style, pero a pesar de eso casi todas las imágenes son malamente pedestres, yermas.

Al final llegamos a lo que ya sabemos, o ya sabíamos. Sí, maldición, el Coronel hizo todo lo posible para que Elvis no saliera de gira a otros países, lo acható y además contribuyó a profundizar sus adicciones y seguramente lo destruyó. Chocolate por la noticia, y encima todo contado con ínfulas de estar diciendo novedades, de estar siendo enjundioso, porque en esta Elvis Luhrmann hasta parece haber perdido el placer por entender y comunicar las bellezas de las superficies y quiere disfrazarse de profundo. Pero ya no se sabe poner ningún disfraz y su vacuidad está desnuda. Tal vez lo mejor sea olvidar esta Elvis y escuchar los discos de Elvis at Stax (link), que demuestran esa potencia increíble que el Coronel ayudó a limar y a limitar. Y, sobre todo, tengo ganas de imaginar una biografía de Elvis dirigida por Quentin Tarantino que se anime a mostrar al Coronel preso y a Elvis de gira por Japón, Inglaterra y Argentina y su encuentro con Sandro. Y vivo para cantar, más panzón y sonriente, en la apertura del mundial 1994.