Resulta que escribí un libro que se llama Buenos Aires sin mapa, está editado por Serie Gong y desde el 1 de junio estará en las librerías. Y tiene texto -300.000 caracteres divididos en 48 capítulos- y 125 fotos a todo color (además de escribir saqué miles de fotos). Y me dijeron que podía hacer un adelanto acá. Pero no sé hacer adelantos. Así que hice algo así como un trailer, inspirado en uno de los trailers de Femme Fatale de Brian De Palma, que era un compilado de imágenes de la película a toda velocidad (aunque a veces se frenaran un poco), un juego en el que la película simulaba exhibirse toda ante nosotros, en una llamativa y contundente compresión. A partir de ese ejemplo hice esto, y entonces aquí tienen el primer tercio del libro reducido a poco menos del 8% de su extensión, con fragmentos de diversos capítulos, desde el primero al décimosexto, en el orden del libro. Se podría decir que en esta columna está todo el primer tercio de Buenos Aires sin mapa. Claro, todo menos lo que no está y que sí está en el libro. Y aquí tienen también tres fotos, es decir todas. Claro, todas menos las otras 122 que están en el libro y que acá no están. Parece que todo es mentira, ya desde el título del libro (porque no se puede vivir sin mapas). Y desde la mención a Brian De Palma, ese gran artista de la mentira.

Aquí está Buenos Aires sin mapa, entonces. Bueno, apenas su primer tercio con una gran cantidad de elipsis y pasado a alta velocidad. El resto, en las librerías.

La Argentina —en realidad sus caminos, sus rutas, pero impriman la leyenda— se numera, en kilómetros, desde un monolito que está en la plaza Mariano Moreno, que es la plaza contigua a la plaza Congreso o plaza del Congreso, que incluye el Monumento a los Dos Congresos, en el barrio de Montserrat. No es en absoluto el centro geográfico del país, ni de la ciudad de Buenos Aires ni del barrio, aunque para este libro sea centro gravitatorio, referencia, punto de partida, origen reiterativo. Este no es un libro de historia —o no del todo, o eso creo recordar—, es más bien un libro que pretende contagiar un entusiasmo central, y ese entusiasmo es caminar por Buenos Aires. No toda Buenos Aires sino la Buenos Aires más antigua o más clásica o, con mayor precisión y con menos polémica, una que no nos haga alejar demasiado del kilómetro cero ya sea con lo antiguo, con lo clásico, con lo nuevo, con lo sublime, con lo atroz, con lo sorprendente y sobre todo con la mezcla.

Buenos Aires es una ciudad que rinde al ser caminada, que premia al caminante. Una ciudad que, por suerte, rinde tributo a Lewis Mumford y que sostiene el tejido urbano. O, mejor dicho, la trama urbana, porque trama nos hace pensar en narrativa. La Buenos Aires de la que aquí haremos proselitismo irradia sus encantos de forma compacta, nada dispersa, desde el kilómetro cero, y no necesitaremos de ruedas motorizadas sino de piernas para experimentarla. Caminar una ciudad apta para caminar. Caminar porque es más determinado y vital que esperar un transporte, y más barato.

 

La gloria de salir de ver una película revitalizante y sentir el aire y la presencia inmediata de la calle pudimos vivirla con asiduidad los formados en las salas de cine de hace décadas. Y tal vez ni teníamos las herramientas —la amenaza del futuro es difícil de vislumbrar si uno está soñando cine y ciudad— para darnos cuenta de nuestra fortuna. La nostalgia no debería ser uno de los ejes de este libro, pero uno propone y las caminatas y los recuerdos disponen. Y con la caída de los cines cayó también el uso frecuente de la palabra transeúnte, que define al que está de paso, al que transita, al que se mueve. Un tipo de ser ideal para la ciudad de Buenos Aires, más aún para la Buenos Aires de los cines. Los cines podían poner al transeúnte en pausa, lo podían hacer detener con las tentaciones gráficas de sus puertas, con los placeres arquitectónicos de sus halls de entrada, con la promesa de pasar rápidamente del afuera al mundo cerrado de la sala, abierto a los mundos distintos de la pantalla. De Lavalle al golfo de Bengala, a robar fotos del cine en París, y también al paisaje sueco con Monika en verano y a Wabash Avenue.

 

Santiago del Estero y Estados Unidos son calles del sur de la ciudad, y es asombroso constatar con inesperada frecuencia cómo hay pobladores nada flamantes de esta urbe que jamás oyeron hablar de ellas. Hay mucha gente que vive algo así como una Buenos Aires quieta, encallada en el norte, cuyo límite sur es Corrientes o —peor aún— Córdoba. 

El malhumor con una ciudad en la que la pizza es especialidad puede ser menos malhumor. Para los caminantes, el invierno en Buenos Aires es ideal, con un clima que permite entrar en calor al moverse y avanzar velozmente sin pasar a sufrir calor. El invierno en Buenos Aires es un sueño del caminante pertinaz.

«Yo, que no puedo quedarme ni un solo día en mi habitación sin oxidarme un poco, y que a veces cuando he salido sigilosamente a caminar a última hora del día ya demasiado tarde como para recuperarlo y cuando las sombras de la noche comienzan a mezclarse con la luz, siento como si hubiera cometido un pecado que debo expiar. Admito mi asombro por el aguante (por no hablar de insensibilidad moral) de mis vecinos que se encierran en negocios y oficinas durante todo el día por semanas y meses, incluso años». Eso nos dice, en Poéticas del caminar, Henry David Thoreau. Thoreau hablaba en general de caminar por los bosques, por la naturaleza. Pero caminar por Buenos Aires en cualquier estación, principalmente en invierno, antes de que la gente despierte o antes de que salga de sus casas, es una experiencia que puede llegar a ser incluso más solitaria que la del bosque. 

En el apasionante El factor Borges, un libro mecano, un libro Kalkito, un libro diagonal, un libro que juega en el sentido más pleno, Alan Pauls escribe: «Leer y caminar son dos caras de una misma adicción: trazar un recorrido subjetivo, arbitrario y parcial, en una superficie sembrada de signos —página o mapa— que otros vienen dejando desde hace años o siglos. A los 21 años, Borges, que acaba de volver de Europa, redescubre Buenos Aires y cae rendido a sus pies». Caminar como adicción, caminar porque no se puede no caminar, porque sobreviene la culpa de no caminar, porque Thoreau así nos lo decía, y porque para leer es mejor haber caminado antes. Y caminar es leer la ciudad, que se lee muy distinto sobre un auto. Quizás en un colectivo, sentado con vistas, se pueda leer de buenas maneras una ciudad, pero caminar es respirar con ritmo; caminar es pensar con oxígeno. Y caminar, en general, significa salir. Y Borges caminaba, tanto como para titular «Caminata» a otro de los poemas de Fervor de Buenos Aires, en donde nos dice que «Yo soy el único espectador de esta calle; / si dejara de verla se moriría».

Por Javier Porta Fouz