Hubo un tiempo en el que había estrellas de cine. Y había estrellas de cine de diferentes países. E importaba de qué países eran y no por nacionalismos diversos sino por identidad, por gracia particular, por historia, por las historias que ayudaron a convertir en relatos singulares, únicos, de esos que se prendían a nuestras biografías emocionales. Belmondo era una estrella, y una estrella francesa. Y le decíamos Belmondo, y casi nunca agregábamos el Jean-Paul. A Delon sí le decíamos con mayor frecuencia el nombre, alendelón.

Belmondo era Belmondo. La familia de su madre era francesa, y la de su padre era de origen italiano. Bel mondo, bello mundo. El padre de Belmondo era Paul Belmondo, escultor, y Belmondo, actor francés, hizo del cuerpo esculpido a golpes, ejercicio y atletismo -de los actores atletas, no de los actores sotretas- una seña característica. Y hasta bien avanzada su carrera Belmondo no usó dobles, como sus compañeros de vitalidad, de ritmo, de gracia y de osadía Buster Keaton, Jackie Chan y Johnny Knoxville. Me lo dijo hace un rato Al Alvarez en La noche: “tal vez a esto apunten todos los juicios estéticos: no a la justeza de la forma, pues las formas cambian, y lo que una generación considera feo -el arte tribal, por ejemplo- es bello para otra, sino a la justeza del sentimiento”.

Nuestras biografías emocionales, nuestras biografías cinéfilas, o con mayor justeza diría nuestras biografías cinematográficas y vitales. Cuando vi la primera película “de Belmondo” -que la dirigía Gérard Oury- yo tenía nueve años, eran mis primeros meses en la ciudad de Buenos Aires, faltaba poco para que ganara las elecciones Raúl Alfonsín y yo no sabía qué significaba cinéfila ni cinéfilo ni cinefilia. Pero iba mucho al cine y tenía claro, luego de haber visto a los siete años y por televisión -pasé sin dormir muchas noches- la miniserie Holocausto, lo malos que eran los nazis. Así que la salida al cine para ver El as de los ases en 1983 fue una fiesta y nunca olvidé la música de Vladimir Cosma, ni al oso Beethoven, ni todas las piñas que se ligaban los nazis. Nunca olvidé, tampoco, las risas de la sala, a las que aportaba fuertemente mi padre, fan absoluto de Belmondo. Hoy uno busca en IMDb El as de los ases y lee que era de “aventuras, comedia y deporte”. Era cine generoso, rocambolesco, intenso, rítmico, mucho más osado que el cine que hoy algunos llaman osado porque meramente se queda quieto. Belmondo se movía, y en El as de los ases era el caballero andante Jo Cavalier, un boxeador en camino a las Olimpíadas de Berlín. El as de los ases era una de esas películas luminosas, pícaras antes de que el término quedara pasado de moda, con travesuras tales como tener un oso de mascota. Quizás la presencia de otro oso mascota haya aportado para mi deslumbramiento posterior por otra gran película rocambolesca como El juez del patíbulo (1972) de John Huston. En El as de los ases la vi a Marie-France Pisier años antes de verla en la saga de Antoine Doinel de Truffaut. Y a Belmondo, claro, lo vi en El as de los ases años antes de verlo en Sin aliento de Godard. Uno veía a los grandes de la historia grande del cine como hacedores de éxitos contemporáneos, y las salas se llenaban para ver a Belmondo. El programa que tengo a mi lado es del Atlas, el de Lavalle, ahora convertido en una iglesia con pantallas de led o de lo que sean esos brillos feos, oprobiosos, chotos.

Después del As de los ases -hoy contracción mata título- llegó mi segunda película con Belmondo, esta vez dirigido por Jacques Deray y con música de Ennio Morricone (como todos supimos y volvimos a saber en estos días, la italianidad de Morricone elevó los componentes emocionales de las películas y de los funerales de Belmondo). La película en cuestión -una de las diez extranjeras más vistas de 1984 en Argentina- era el policial El marginal. La vimos en el Gaumont -vivíamos en el edificio de al lado- más de una vez. Alguna vez la volví a ver en VHS y, aunque la banda sonora siempre está, hace muchos años que no la vuelvo a ver y creí que la tenía olvidada, que no recordaba ninguna imagen. Hoy busqué el trailer y en realidad recordaba cada uno de los momentos que muestra; simplemente estaban en mi memoria sin estar asociados a esta película en particular, o quizás ya estaban en mi espíritu incluso más allá del cine. Belmondo se tiraba a una lancha desde un helicóptero y Belmondo tiraba una olla con fideos hirviendo a un mequetrefe, Belmondo pasaba por la vereda y la chica salía a buscarlo, Belmondo resistía los embates de los malos -a puro músculo y movimiento- en un parabrisas.


Se murió el magnífico Belmondo, seguro que se fue a hacer amigo del magnífico Buster Keaton. Aún nos quedan otros héroes de acción que saben de comicidad, de movimiento, de atletismo, como el magnífico Jackie Chan -admirador de Belmondo- y como el magnífico Johnny Knoxville. Muchos godardianos -que defienden a Belmondo no por Belmondo sino meramente por Godard- detestan a Knoxville y a Jackass. Y si no es así, que sea así: enfrentemos a los malos e imprimamos las leyendas, porque ya casi no nos quedan.