Me invitaron a participar, otra vez, de otro “top ten del año de cine”, pero creo yo que en este país y en muchos otros no hubo año de cine. Nunca se estrenó tan poco en un siglo. Hubo sí un puñado de películas, algunas incluso muy valiosas, que se dieron a conocer, y hasta hubo algunos estrenos y algunos festivales a principio de año. Después algunas versiones alternativas de festivales, versiones reducidas y en general con lo festivo diluido, o por lo menos no anunciado públicamente.

El mundo, o mejor dicho una buena parte (o “buena parte”) aparentemente llegó a la conclusión de que lo festivo no debía continuar o que debía ser para cada vez menos privilegiados, que había que poner frenos diversos, y decidió observar en detalle y comunicar “en tiempo real” (esto es, ametrallando a cada rato) números de contagios de un virus y de las muertes que provocaba y -con una obscenidad y una falta de solidaridad repugnantes- descuidó tantas otras realidades, tantas otras vidas, como nunca se había visto antes.

Colegios cerrados, gente arruinada, gente encerrada, gente apedreada públicamente por querer tomar sol en soledad, etcétera. Vecinos atentos a si el ascensor se ponía en funcionamiento. La denuncia, la desconfianza, el miedo, la debacle, la noción de “infectado”, la multiplicación de las prohibiciones, la conversión de la vida diaria en una serie de paranoias con muchos voceros. Y hubo números y más números, y estadísticas y gráficos que indicaron e indican que hubo groseros errores en las estimaciones más alarmistas de marzo. Pero el terror pegó de forma perdurable y a estas alturas creo que muchos quedaron fascinados con la idea de una amenaza mucho más grande, como si hubieran estado esperando la menor chispa para celebrar el incendio inevitable. Medios de comunicación -algunos con un prestigio que se encargaron de dilapidar con una rapidez digna de mejores causas- sembrando terror impunemente, con fruición, con incomprensible orgullo. “Famosos” cantando horriblemente, privilegiados con trabajos que se podían adaptar a la oficina en casa acusando de cosas horribles a vendedores ambulantes. Gente que quería salir a hacer ejercicio al aire libre tratada de asesina cuando había certeza científica -y reconocida incluso por los que estaban prohibiendo la actividad- de su nula o escasísima peligrosidad; gente diciéndole asesina a otra porque simplemente pedía poder trabajar o pedía que volvieran las clases en los colegios; los acusadores gritaban cosas que ellos cacareaban como científicas y que eran meramente fanatismos, espantajos, consignas huecas pero repetidas. Grandes intelectuales como Giorgio Agamben ninguneados por atreverse a reflexionar: su libro La epidemia como política es fundamental y reveló elevadísimas dosis de acierto en los aspectos más sombríos de todo este disparate. Pero fuimos pocos los que quisimos leerlo y prestarle atención.

Hubo salas de cine cerradas, y algunas ya cerraron para siempre, no van a volver a abrir. Y hubo películas que circularon como pudieron, y algunas se guardaron, y otras se pospusieron. Y hubo festivales que no se hicieron este año, y otros que se hicieron de forma virtual. Sobre el dichoso listado de “lo mejor del año” propuse hacer un top ten de protesta poniendo en primer lugar El caso de Richard Jewell y luego dejar nueve lugares restantes vacíos (la propuesta, claro, no fue aceptada). La película de Clint Eastwood se estrenó en salas en Argentina el 2 de enero de 2020 y fue un estreno en plena regla, uno de esos que pocos quisieron ver. Muy probablemente habría quedado al tope de mi lista aunque se hubiesen estrenado cientos de películas, esa era y es mi certeza, o algo cercano a una certeza. La película de Eastwood ponía en escena de forma magistral los riesgos que conlleva que la sociedad occidental olvide algunos de sus principios fundamentales, como lo es el de la presunción de inocencia. Luego, con los cines ya cerrados, fuimos viendo como una parte enorme de la humanidad fue perdiendo de vista valores básicos como la importancia de la educación y la protección de la niñez. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que después de las políticas de encierro y de freno económico, más los gravísimos descuidos de tantos y tantos otros aspectos de la salud, se vienen años en los que los problemas pospuestos o que se pensaron que se iban a solucionar mediante “ayudas” van a seguir eclosionando, y los que van a pasarla peor van a ser en general los que ya eran los menos favorecidos. Se puso de moda quejarse del 2020. Sigan sigan: echarle la culpa al virus y echarle la culpa al año es una estrategia posible, aunque yo creo que demasiado cómoda. Les propongo algo mejor: lean a Agamben y recuerden que la muerte, la enfermedad y el dolor no se inventaron este año, y que con la excusa de reducir todo eso el resultado está siendo más bien el opuesto. Y que en nombre de la solidaridad y la empatía se está diseñando un mundo mucho menos solidario y empático, con un nivel de cinismo que asusta.