Ante alguna expresión de ostensible fealdad, de esas cabalmente virales que el periodismo propaga más que nadie, Jorge Luis Borges decía que “tienen la culpa los diarios”. Eso puede leerse en el imprescindible Borges de Adolfo Bioy Casares, un libro libre que quizás sea próximamente etiquetado como nocivo para la nueva sociedad con la que sueñan las obsesivas y obsecuentes fuerzas policiales de la corrección política y su nueva y achatada y achotada normalidad. Y también puede leerse en ese libro magnífico -este adjetivo es sólo una descripción objetiva, no un elogio discutible- el siguiente diálogo:

Borges: “¿Hasta cuándo habrá diarios? Los diarios se basan en la idea de que cada día ocurren cosas dignas de saberse, cosas muy interesantes. Quizás la gente despierte de ese error y no lea más los diarios”.

Bioy: “No. La existencia de los diarios se basa en la necesidad de leer que tiene la gente. Somerset Maugham refiere que él lee interesado cualquier cosa: catálogos del Army and Navy. La gente quiere leer cualquier cosa que no le dé trabajo; un solo diario no les basta; compran los de la mañana y los de la tarde”.

Borges: “Reconocerás que no es una lectura útil… En una sociedad inteligente habría que proscribir los diarios. Y como el futuro es muy largo, probablemente triunfará mi hipótesis”.

Bioy: “Es claro. Habrá un día en que no habrá diarios, habrá un día en que no habrá paraguas; todo desaparecerá, se olvidará, volverá a descubrirse, hasta la disolución total”.

Action Point y Anchorman 2 son películas que nos cuentan acerca de pasados más lejanos que habían sido mejores (alguno para los protagonistas y nosotros; otro solamente desde nuestra mirada, a los protagonistas no les importa nada), en los que había otras nociones de libertad, responsabilidad y amor al trabajo y que nos permiten entender los cambios que experimentaron con el paso del tiempo esos mundos (los parques de atracciones, el periodismo televisivo) desplegados ante nosotros. Esos pasados y esos mundos en inevitable transformación son mirados de formas cómicas extraordinariamente precisas, eficaces, con la prestancia y el liderazgo de quienes se saben dueños de un estilo y están seguros de su dominio cabal (Johnny Knoxville y Will Ferrell respectivamente).

La idiocracia y la conversación centrada en los diarios entre Borges y Bioy versan sobre el futuro, presentan hipótesis y también evaluaciones. Y tanto la película como el intercambio de ideas entre los amigos escritores han tenido aciertos en el espíritu de sus planteos pero no tanto en cuanto a las formas y el tiempo estimado para su concreción. A la idiocracia entendida como un mundo que prefiere una y otra vez, incluso cuando disfruta de libertad de acción, a la idiotez frente a la inteligencia la estamos viviendo intensamente en el presente: estamos en un mundo al que a buena parte de sus habitantes le cuesta entender la escala, lo que significa una población de más de 7.800 millones de personas en el planeta y lo que representa en términos comparativos una cantidad como 700.000, un número quizás grande en soledad, en aislamiento preventivo, pero muy muy pequeño frente a los 7.800 millones, tan pequeño porcentualmente hablando que hasta podría ser un valor desestimado si hubiera que redondear para llegar a un solo decimal; vivimos momentos en los cuales una y otra vez se exhiben, en presentaciones de primer nivel al menos en cuanto a cargos obtenidos, datos erróneos sencilla e inmediatamente chequeables; solemos encontrarnos inmersos en discusiones en las cuales nuestro interlocutor puede estar convencido, segurísimo de que uno (1) vale lo mismo que dos cientos mil (200.000) porque pasa que justo ese uno le llega más y mejor a su núcleo emocional y conoce al tío de la prima del uno en cuestión y empatiza con toda la cadena familiar, entonces ese uno es el que importa porque según un uno ese es el rey de los unos; nos sometemos a intercambios comerciales y de servicios en los cuales cada vez es más excepcional interactuar con gente que conozca someramente el tema en cuestión, la mercancía que ofrece día a día o aunque más no sea los rudimentos del servicio que ayuda a que se lleve a cabo. Y la imagen cotidiana de la humanidad que nos ofrecen las opiniones y la forma de expresarlas en los bochincheros enjambres denominados redes sociales tiende a ser desoladora antes que esperanzadora. La idiocracia planteaba su mundo desesperado y desesperante para el año 2505, con lo cual tengo la obligación de desdecirme de lo dicho al principio de esta trinidad de columnas: Mike Judge no es un pesimista, es más bien un optimista cargado de las más positivas y desmedidas fantasías de corte positivo. Hay escenas de La idiocracia que -apenas transcurrida una década y media desde el año del que parte el relato para especular con ese futuro sombrío separado por cinco siglos- reconocemos con pesar en nuestra vida diaria hoy, asombrados y apesadumbrados. Si seguimos por este camino decadente, en el que el conocimiento es dejado de lado como una rémora que impide el intercambio de gritos, el 2505 visto desde 2020 tiene más pinta de planeta arrasado y de especie extinta que de distopía con una sociedad embrutecida y apática pero todavía recuperable con muchísimo esfuerzo. Y Borges y Bioy quizás no podían imaginar -ni ellos podían- que hoy la degradación del periodismo es tan extrema que editores con excelente trayectoria profesional se vean empujados a renunciar a su trabajo en The New York Times ante las quejas de usuarios de Twitter -lo que no necesariamente significa que sean lectores del otrora prestigioso diario-; que un programa de televisión en el que bailan famosos y otros que acceden a la fama instantánea y meramente por estar en ese programa tenga asegurada la constante cobertura periodística en las primeras planas de diarios centenarios, con crónicas detalladas del ropaje utilizado y hasta transcripciones de diálogos enardecidos o cargados de reproches, o directamente de insultos; que se utilicen a repetición el miedo y el morbo como atractivos arteros para atraer al lector, que no suele pasar más allá del titular y entonces no puede darse cuenta de que el título era un caso más, otro caso más de la pandemia del sensacionalismo. Borges dijo que los diarios iban a dejar de existir: se equivocó en parte, los diarios siguen, pero son otra cosa, son reservorios dedicados mayormente a impedir la visibilidad de todo aquello que pueda ser más o menos relevante (que suele estar tapado por la hojarasca y en dosis pequeñas y en general prácticamente escondido en algunos medios que todavía se lo permiten, o se imponen ofrecer) y/o que ofrezca algún tipo de utilidad para tener más y mejores armas ciudadanas y tomar decisiones más fundamentadas. Lo que tiende a dejar de existir, a ser una profesión cada vez más rara, en peligro de estar solamente en los museos, es la actividad que antes era la materia prima fundamental de los diarios: el periodismo, ese del que Borges y Bioy se quejaban por el uso que hacía del lenguaje hace varias décadas. Imaginemos por un momento la reacción de Borges y Bioy ante el periodismo promedio de hoy, ante esta degradación palpable, evidente, comprobable muy fácilmente en casi cada acercamiento a los medios. O en este cambio en una caracterización antes muy extendida y utilizada: hace décadas había diarios que se consideraban “serios”, y había otros que eran denominados “sensacionalistas” o “amarillos”, más apegados a las noticias policiales, a los escándalos, a los deportes populares, al exhibicionismo gráfico y a los titulares cargados de exageraciones y hasta de pequeñas trampas para despertar la curiosidad y los intereses más básicos de los potenciales lectores, a los que había que convocar y hasta excitar un poco a los gritos, con letras que nos llevaban a una lógica de urgencias insoslayables y de catástrofes casi constantes. ¿Recuerdan esa distinción? Es probable que sí, era una forma clara y un código compartido por el -antes mucho más amplio y dedicado- universo de los lectores, era una forma de etiquetar muy útil para distinguir con rapidez a unos medios de otros, y no siempre implicaba que cualquier miembro de una clase de diarios era mejor que cualquier miembro de la otra (por ejemplo, entre lectores fieles de la prensa “seria” solían reconocerse diversas virtudes y aciertos de Crónica, en aquellos tiempos en los que supo ser un diario  apasionante y apasionado, con hitos de originalidad y de coraje). Sin embargo, más allá de las virtudes existentes en la prensa “sensacionalista”, era evidente que para informarse en profundidad sobre temas de política, de economía, ya fueran locales y sobre todo del mundo allende las fronteras, la prensa “seria” era la más adecuada, la que ofrecía un menú mejor y más amplio de ese bloque de noticias acerca de los asuntos públicos de mayor escala, esos que se consideraban los más relevantes, cuyo conocimiento era más necesario a la hora de proyectar diversos tipos de acciones o a la hora de formarse una visión del mundo y sus vicisitudes. Ahora volvamos de un golpe sin anestesia a la actualidad: ¿notaron que esa distinción entre tipos de diarios no existe más? Ha quedado en el olvido porque se ha vuelto inútil, un trasto conceptual inservible. Sería como tener pilas y pilas de etiquetas de alfajores blancos y negros en una fábrica que ha decidido que fabricará un solo modelo, un solo color, un solo sabor de la popular golosina. La monotonía y falta de variedad de esta hipotética fábrica de alfajores dedicada a un único tipo de producto es el burdo modelo que se avizora en el horizonte que vemos al observar a los medios, cada vez más desbocados y desvergonzados en su avance hacia la irrelevancia,la toxicidad y la manipulación más primaria y superficial pero de consecuencias graves, un avance sostenido, acrítico y basado meramente en el rating, eso que ahora se mide en clicks, cuantos más mejor, por eso “las mejores fotos de quien incendió las redes” hay que revisarlas de una en una. Los clicks valen, pero el tiempo invertido en llevarlos a cabo suele no generar grandes ganancias informativas ni tampoco formativas, y suele ayudar a perpetuar las condiciones para la consolidación de La idiocracia y también de una forma de entender la vida en sociedad huyendo de las responsabilidades individuales sobre la que se lamenta Action Point (así sea lidiar con las consecuencias de saltar desde un trampolín de dudoso diseño o cuidar a los hijos pequeños). Mientras tanto, Ron Burgundy se ríe socarronamente de su éxito como periodista estrella, presentador de noticias en horarios malos y también en los centrales, y se ríe porque sabe que no es periodista y que lo que presenta de formas groseras y burdamente excitadas no son noticias. En la mueca sutil de la expresión atónita aparentemente vaciada de inteligencia de Will Ferrell se adivina ese destello de complicidad desde el que nos confirma que Anchorman 2 es una comedia política de denuncia, a la vez que nos demuestra una vez más que el camino de la comedia siempre fue más creativo, vital y perdurable que el del cine sometido a los designios de las protestas de moda, e incluso a los de las más justas y urgentes.