La tercera de estas películas altamente políticas es una secuela que en Argentina se estrenó directamente en DVD, de esos tiempos en los que todavía había DVDs pero ya casi nadie los frecuentaba y a la vez la mayoría de las mejores comedias, como esta, amagaban con estrenarse en cines pero finalmente la distribuidora a cargo de proceder descartaba la idea, con el atendible motivo de un historial reciente de fracasos anteriores ocurridos con otras comedias consideradas similares a la que tenían entre manos.

El film en cuestión es cosecha 2013, fue dirigido por Adam McKay, escrito por McKay y Will Ferrell y su título es Anchorman 2: The Legend Continues, es decir la secuela de Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, de 2004. Una secuela nueve años después, un signo bastante claro de que probablemente no se haya hecho para “aprovechar el éxito del momento”.  Por estos lares la primera se llamó El reportero y la segunda Al diablo con las noticias. Extrañamente, en ese título diabólico y que -insolente osadía, osada insolencia- ni siquiera da cuenta de que se trata de una secuela, hay bastante de verdad, porque el momento en el que se centra Anchorman 2 es algo así como el huevo de la serpiente, o una docena de huevos de varias serpientes, un momento crucial que iba a ayudar traernos a estos destinos, a estos infiernos contemporáneos, a este exceso de confusiones ruidosas, a esta omnipresente proliferación de estentóreas nimiedades cargadas con hartante frecuencia de inexactitudes.

Anchorman 2, aunque en general no fue reconocida como tal, resultó ser una secuela superior a su antecesora: una de las comedias más imaginativas, innovadoras y potentes hechas en este siglo -con algunos recursos humorísticos pocas veces o directamente nunca antes vistos- que decidió dirigir su mirada a los años iniciales de la decadencia, a su carreteo alentado, acicateado por intereses meramente monetarios mientras se volvía dominante, y así poder mostrar -como comedia muchas veces felizmente insólita- la destrucción del periodismo desde su interior: el punto de partida de un suicidio, a veces inducido, a veces incluso buscado con denuedo, casi siempre sin conciencia de lo que se estaba haciendo y de sus consecuencias. En Anchorman 2 vemos -en una narrativa veloz que plantea un cambio brusco y repentino y no paulatino como fue y sigue siendo- el pasaje desde periodismo que tenía como misión informar de aquello que se consideraba, se evaluaba como relevante para el ciudadano al periodismo que empieza a hablarle a un consumidor, a aturdir y estimular a cualquier precio a un número para vender a los anunciantes. No hay que informar, hay que vender; no hay que plantear los temas más relevantes para la discusión pública, hay que conseguir rating; no hay que establecer una selección y una jerarquización sobre la vastedad de lo que hay para comunicar, hay que darle al público “lo que quiere”, sea lo que sea; no hay que ser fiel a los textos con los títulos que se les ponen, hay que conseguir clics a como dé lugar.

En Anchorman 2, que transcurre en el cambio de década de los setenta a los ochenta, está el germen y la constitución inicial con la fortaleza impúdica del éxito instantáneo, del periodismo mayormente desolador que tenemos hoy. Un periodismo por lo general insólitamente berreta, que se hace eco de las reacciones más epidérmicas de aquello que imagina -muchas veces con desprecio o subestimación- como su público, un periodismo que asume que está bien darle más lugar a tal o cual cosa de nula relevancia -y que no pasaría por un filtro del periodismo de los años sesenta, cuando era mejor y no solamente distinto- porque eso es lo que afirman que es exitoso, lo que mantiene vivos a los medios. Estamos expuestos de forma cotidiana a un periodismo sin mayor mirada que la que permite la velocidad de la primicia, comunicada de la forma más álgida posible, sin que importe si se difunden inexactitudes o directamente errores, sin que haya el menor prurito ante la probable constatación, por parte de los pocos lectores que se aventuran al texto principal, de que el titular sea rápidamente desmentido por la nota, sin que haya algún pesar por seguir alejando al lector, televidente, radioescucha o lo que sea de la posibilidad de entender los hechos, de poner los sucesos en contexto, de observar con algún sentido de proporción lo que está pasando, cerca y también lejos. Cotidianamente vemos ejemplos de las definiciones más malignas sobre el periodismo, como las de Janet Malcolm, colaboradora de The New Yorker que caracterizaba al periodista como "una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno (...) Los periodistas justifican su traición de varias maneras según los temperamentos. Los más pomposos hablan de libertad de expresión (...); los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida". Igualmente, Malcolm proponía su definición hace casi tres décadas, y es probable que supusiera que el periodista, al menos, usaba con corrección su material de base, en general las palabras. Hoy eso casi no importa, y en Anchorman 2 se lo anunciaba con cómica lucidez, con hilarante claridad: Ron Burgundy -Will Ferrell, el comediante más amplio de las últimas décadas, un observador sigiloso, pertinaz y gigante del mundo, un actor con estilo propio, en sentido estricto intransferible- llegaba al pico de su éxito mediante “el comentario” sobre las acciones en transcurso, vacuidades idiotas y rotundamente obvias ante imágenes de una persecución de unos coches “en vivo”. En ese momento, hace cuarenta años, alguien en un canal todavía podía llegar a decir, como vemos en la película “¿pero cómo se les puede ocurrir que vamos a mostrar eso? ¿qué importancia tiene?”. Hoy nadie se hace las preguntas acerca de la importancia, la relevancia, la pertinencia de algo. Nos rodean noticias -bueno, no exactamente- sobre alguien que “rompió el silencio”, sobre alguien que “incendió las redes” con una autofoto tomada en su casa, sobre alguien que “cruzó” a alguien (esto es que hizo algo así como responder de forma airada o plantear un desacuerdo), sobre alguien que “mostró de más”, o sobre alguien que hizo alguna otra de estas cosas que antes se consideraban impublicables (o sea, que no tenía sentido hacer públicas).

Mientras tanto, la información que permitía entender en otros tiempos -o intentar entender- la actualidad, el mundo, los datos y los hechos para poder mirar más allá de lo microscópico y de lo trivial, para poder avizorar más allá de la excepción probablemente escandalosa y lacrimógena e intentar percibir el cuadro completo… esa información tiende a desaparecer, a quedar sepultada por “el color”, “lo emotivo”, la “historia de vida” musicalizada de formas a las que llamar pavlovianas es dar más por el chancho de lo que el chancho vale. Y ni siquiera hemos empezado a consignar la contagiosidad de la que hace gala el nuevo periodismo ofendido, indignado y sermoneador, de rostros atónitos y escandalizados ante ultrajes tales como una señora que decidió tomar sol en una plaza cuando le habían indicado que se quedara encerrada en su casa.

Continuará...