Mundo Cine
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- Escrito por Javier Porta Fouz
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Volví a un festival de cine y, mejor aún, como jurado, a ver muchas películas en pantalla grande, a definir los premios con mis compañeros de jurado en persona, a tener horarios de comienzo de funciones, a tener en cuenta a qué sala tenía que ir, a caminar del hotel a la sala, de una sala a la otra, de la otra a alguna reunión y de la reunión al hotel. Fue en Valladolid, en Castilla y León, en España. La Seminci es el acrónimo de Semana Internacional de Cine. Una semana son siete días, pero el festival de Valladolid, que empieza un sábado y termina un sábado, dura en realidad ocho. La generosidad y hospitalidad de la gente del festival, empezando por su director Javier Angulo, quedarán en mi memoria. Valladolid fue para mí también la vuelta a un festival en el extranjero -en el extranjero físicamente, no por bits- desde mi regreso a Buenos Aires proveniente de Berlín el 1 de marzo de 2020.
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Recuerdo la crítica de Pauline Kael sobre El padrino titulada “Alquimia” (Alchemy), publicada lejos y hace tiempo. Aquí nomás, en una pestaña al lado de esta misma y en fragmentos de segundo, wikipedia dice que “en la historia de la ciencia, la alquimia (del árabe الخيمياء [al-khīmiyā]) es una antigua práctica protocientífica y una disciplina filosófica que combina elementos de la química, la metalurgia, la física, la medicina, la astrología, la semiótica, el misticismo, el espiritualismo y el arte.” El padrino de Francis Ford Coppola y Pig, la ópera prima de Michael Sarnoski, con sus elementos de aparentemente estrambótica y casi imposible combinación pero combinados dan como resultado algo sorprendente, embriagador, digno de celebrarse.
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Hace unos veinte años, o quizás más, en las reuniones de la revista El Amante, Quintín decía que si una película terminaba con una canción de Van Morrison era buena. Eran los años finales del siglo pasado y los iniciales de este siglo, y había un puñado de películas con buen espíritu, con el soul de Van the Man para cerrar sus relatos con emoción. El León de Belfast sonaba al final de, por ejemplo, El oro de Ulises (Ulee’s Gold, Victor Nunez, 1997), con “Tupelo Honey”. A escuchar “Tupelo Honey”, otra vez, ahora mismo. Y cómo suena, qué permanencia, que falta de miedo a ser cálida, qué alejada de la tibieza y la medianía. “Tupelo Honey” es de 1971, tiene 50 años y decía, entre otras cosas, “You can't stop us on the road to freedom” (“no podés detenernos en el camino hacia la libertad”). Van Morrison siguió siendo el León de Belfast, siguió siendo Van the Man. Y el año pasado, mientras pilas de ridículos cantaron loas al encierro en maltrechos coros tecnologizados, Van Morrison -muy poco acompañado- hizo honor a las tradiciones de su música y se mantuvo firme y no asustado.
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En un momento de Cry Macho, el viejo Mike Milo (Clint Eastwood) le dice al adolescente Rafo (Eduardo Minett) que “le está empezando a tomar aprecio”. Ese momento, que en cualquier otra película sutil, estoica, noble podría haberse resuelto con una mirada, un gesto, un silencio sobreentendido, se hace explícito, se hace tosco, se hace anti cine de Eastwood, se hace televisivo, se hace torpe, se hace desdeñoso con el cine, con las emociones perdurables. A los pocos minutos de empezar a ver Cry Macho uno -yo- quiere que se termine: no hay esperanzas, y duele. Cry Macho es un golpe al corazón, y duele. Uno recuerda a Richard Jewell, la película inmediatamente anterior y la mejor estrenada en 2020, y duele.
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Hubo un tiempo en el que había estrellas de cine. Y había estrellas de cine de diferentes países. E importaba de qué países eran y no por nacionalismos diversos sino por identidad, por gracia particular, por historia, por las historias que ayudaron a convertir en relatos singulares, únicos, de esos que se prendían a nuestras biografías emocionales. Belmondo era una estrella, y una estrella francesa. Y le decíamos Belmondo, y casi nunca agregábamos el Jean-Paul. A Delon sí le decíamos con mayor frecuencia el nombre, alendelón.
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Mi madre coleccionaba programas de cine y de teatro. Hace mucho que yo tengo esa colección, que combiné con la mía. Guardar y atesorar programas de cine -y de teatro, pero la proporción en mi caso debe ser de 1.000 a 1- fue algo que se me dio sin pensar, con fluidez, como una continuación irrenunciable, genética.
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¿Los superhéroes son parte de la causa de la crisis del cine? ¿Los superhéroes y la frecuencia de su presencia son una de las consecuencias esperables de la crisis del cine? ¿Pueden recuperarse espectadores para el cine a partir de los superhéroes? ¿Los superhéroes son el último recurso de seducción planetaria del cine? Preguntas que uno se hace porque justo está leyendo algo sobre música y cree que le sirve para escribir desde algún ángulo acerca de la película que vio el día anterior, una hermosa fiesta cinematográfica llamada El escuadrón suicida, de James Gunn.
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Annie Mummolo y Kristen Wiig, ambas nacidas en 1973 -una en la presidencia de Héctor Cámpora; otra en la de Raúl Lastiri, como yo-, escriben su segundo guión de comedia. El primero fue el de Damas en guerra (Bridesmaids, 2011, dirigida por Paul Feig). Diez años después el director de un guión de Annie & Kristen es otro, alguien llamado Josh Greenbaum, en su primer largometraje de ficción. El reinado de Annie y Kristen debería durar, no como esas dos presidencias. Damas en guerra al gobierno, y Barb and Star al poder.
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En los últimos 17 años John Waters dirigió cero largometrajes. Pero escribió y editó varios libros, incluso con éxito, ese resultado tantas veces esquivo para su cine. Hizo también espectáculos de stand-up, expuso fotografías, fue homenajeado en muchos festivales -también en el Bafici 2018, en donde pudo cumplir su sueño de conocer a Isabel Sarli- y en otras circunstancias, vendió fotografías y muchas cosas más. Pero todo lo que hizo en este período de más de una década y media no cambia el hecho que su última película es de 2004: Adictos al sexo (A Dirty Shame).
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A veces uno lee y piensa “cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras”. Esa cita es tan del Quijote como “tócala de nuevo, Sam” lo es de Casablanca. O como el mucho más helado que Borges se arrepintió de no tomar. Alguien dice algo, alguien lo repite, y más y más y más, y alguien se lo cree. Y ahí queda. El poder de la palabra, la influencia de lo verdadero y también de lo falso, de la leyenda que se imprime a veces. Y una vez más hay que traer, a los gritos, el grito de Michele Apicella (Nanni Moretti) en Palombella Rossa: “¡Las palabras son importantes!”. A veces uno lee los correos -ya a esta altura, salvo aclaración, son siempre electrónicos- y vuelve a gritar, como Michele, eso mismo, eso de las palabras. Nos dicen fuck you words; responderemos, gritaremos que son importantes.