Mundo Cine

En menos de diez minutos, Cruella -artefactonto a niveles dementes- prueba ser científicamente mala. Cine acomodaticio, obsceno, de lenguaje prefabricado, hecho para un mundo en el que ofrecen “campamentos virtuales para toda la familia”, para un mundo en el que la rebeldía y lo extraordinario son reprimidos a diario -también desde los diarios- en aras de “defender la diversidad”. Un mundo en el que los niños son abollados impunemente, también mediante estas películas abominables, estos insultos a la inteligencia, estos intentos de pasar por punks.

Ni me había dado cuenta, no había leído nada sobre el asunto, pero el 9 de mayo pasado se cumplieron 20 años del estreno, como película de inauguración del festival de Cannes ese año, de Moulin Rouge! de Baz Luhrmann. Y dividió a críticos y espectadores. Algunas revistas de cine la pusieron en las tapas de sus números posteriores a Cannes y le dedicaron artículos con grandes elogios, como en el caso de Film Comment, con un inspirado artículo de Kent Jones. Tres meses más tarde, la película se iba a estrenar en Argentina con el título de -no lo recordaba, por suerte- Moulin Rouge!: Amor en rojo.

En “Los árboles de Coronel Díaz y el año 2000”, columna publicada en Confirmado el 30 de noviembre de 1967, Sara Gallardo escribía acerca de las expectativas y proyecciones que suscitaba en ese entonces el año 2000, es decir, el momento que llegaría 33 años, todo un Cristo, después de su columna. Voy a citar a Sara. Sara, el mismo nombre que la señora de 83 años que quiso tomar sol en abril del año pasado y fue ¡reprimida!, y casi logra que le pongamos Sara a nuestra hija nacida dos días después de su memorable acto de resistencia ante el estúpido e interminable zeitgeist. ¡Y también teníamos a Sarah Connor!

Para Azul, ojalá que cuando puedas leerlo los signos sean mejores

para Magui, que cumple. 

El mundo se ha vuelto un lugar extrañísimo, mucho más que antes. Un mundo hermoso, nos dicen conclusivamente en esta película llamada Spontaneous, y un mundo incierto, también nos lo dicen; pero ya lo sabíamos, bah, algunos. Te podés morir en cualquier momento y en determinadas ocasiones hay más posibilidades de que eso pueda llegar a ocurrir que en otras. ¿Una iluminación, una ráfaga de lucidez? No sería muy certero apuntar eso, sinceramente, pero como quieran.

Hace poco más de un año, al regresar del festival de Berlín, todavía no sabíamos que ese evento iba a ser recordado como el último gran festival justo antes de las convulsiones mundiales y miméticas que cambiaron nuestros hábitos. Poco después, South By Southwest de Austin, Texas, Estados Unidos, se cancelaría aunque tendría algún tipo de existencia parcial en algunas formas digitales veloz y eficazmente improvisadas. El Bafici 2020, planeado para abril, no pudo ser. Tampoco pudo ser Cannes en mayo, y lo mismo les pasó a muchos otros festivales. Algunos (Venecia, San Sebastián) intentaron celebrar sus ediciones lo más parecido a lo que solían hacerlo, pero ni ellos, ni el cine y los festivales y su público eran los mismos. Muchos festivales y muestras se concentraron en programaciones on line y tuvieron versiones reducidas, distintas, para un año abrumadoramente distinto, impensado, para mucha gente trágico por diversos motivos y con consecuencias que están lejos de haber llegado a su fin.

En estos días, en medio de ver una cantidad demencial de películas, me acordé de la existencia de Danny Collins. En realidad no me acordé, más bien apareció en la memoria, de rebote, algo así como una imagen imprecisa de “una película más o menos reciente con Al Pacino interpretando a un cantante tipo Tom Jones, bronceado y peinado y vestido de forma contraria a cualquier sutileza”.

Frente a la anemia y anomia de mucho cine del siglo XXI, el cine de los noventa, la última década del siglo XX, está en el camino de la recuperación -vía rápida- hacia las siempre dispuestas máquinas de recuperar, tanto las falsas como las genuinas y atendibles. Y no solo está ocurriendo por nostalgia, berretines vintage o mera identificación generacional. Hagan la prueba: enfrenten a gentes nacidas en el siglo XXI al cine que les es más contemporáneo y luego a Robin Hood de Kevin Reynolds y verán cuánto estamos extrañando el cine, las emociones, los centros gravitacionales. Hace unos días revisé una de mis películas favoritas de los años noventa y fue algo así como una constatación inmediata…

Palombella rossa, la película de Nanni Moretti del año 1989, la del partido de water-polo que parece durar un día entero, o quizás más (no, no es que la película se “haga larga”). Palombella rossa, una de las mejores películas de la historia y de la Historia, en la que Michele Apicella -dirigente comunista y jugador de water-polo- pierde la memoria y parte en busca de ella y de muchas cosas más. Palombella rossa, en la que dos canciones -“I’m on Fire” de de Bruce Springsteen y “E ti vengo a cercare” de Franco Battiato- paralizan el partido y hacen que cante todo el estadio. O todos los presentes en el estadio. En Palombella rossa se repiten las consignas, las indicaciones tácticas, los gritos de enojo, los “¿ti ricordi?”.