Lunes. Estoy leyendo y escuchó ruidos afuera. Los vecinos llaman a la policía. Nadie entiende qué pasa. Yo tampoco. Las sirenas no hacen ruido, pero entran por la ventana y proyectan una luz azul que da sobre el libro que leo. 

Martes. Me escribe Robles y hablamos de Abel Basti. Después Robles me dice: “En Caleta de los Loros hay un banco de madera, de cara al mar, que mira directo hacia Berlín. Dicen que el Führer se sentaba ahí las tardes de domingo.” Busco una reseña que hice en una revista digital de un libro de Basti hace ya varios años. La revista no existe más. Y mi reseña, al parecer, tampoco. Robles me dice que me conoció por esa nota. La busqué en la base de datos de mi correo electrónico y no la encontré. Quizás en algún momento aparezca. Desde luego, como no está, ahora tengo muchas más ganas de leerla.

Miércoles. En mi oficina, el año pasado trabajé sobre un pizarrón de plástico blanco con un marcador verde. Hice una linea del tiempo y fui agregando datos, información y referencias durante meses. Cuando el trabajo terminó, no lo borré. El pizarrón lleno sigue ahí. Cada tanto lo miro. Me resulta un poco ingenuo. Pero me gusta. Le saco una foto para preservarlo y sigo leyendo lo que escribí de la foto, descifrando mi letra, reconociendo lo que estaba bien y lo que se podría haber mejorado. Esa parte informe del trabajo, sos apuntes, esas anotaciones rudimentarias, conllevan también una verdad.

Jueves. Netflix es una máquina clasicista. Variaciones, adaptaciones, cine clásico en el sentido de eficiente, estructurado, casi podría decir previsible. (El placer de lo previsible, ¿cómo podríamos cuestionarlo?)  Nada marcadamente subjetivo o arbitrario en los guiones, mucho menos en los encuadres, la iluminación y el uso de las cámaras. Los actores quizás son lo menos domesticable, lo menos dominable. Mi ejemplo: vi tres capítulos de un Drácula que parece una edición pulcra del Drácula de la Hammer. Es casi pedagógico. Están los nombres, Jonathan Harker, Van Helsing. Está el viaje a Londres en barco. El castillo. Los colmillos. Rumania. La sangre. En los títulos se cita la novela de Bram Stoker. Un escolar podría ver esta miniserie y rendir un examen sobre el tema con los elementos que se le brindan. Una variación: en vez de abusar de murciélagos y lobos, se usan moscas. También hay un par de personajes femeninos más osados para empatizar con la época. Y el actor que hace de Drácula es muy bueno. En un momento dice: “La democracia es la dictadura de los desinformados.” Tiene algunas otras líneas buenas. Pero el aggiornamiento, podríamos decir, se hace en relación a lo mínimo e indispensable. Hay un salto al siglo XX, también predecible, que se limita la reedición. El final, con la destrucción voluntaria del monstruo, es malo. Una película siempre es la lectura de un texto. El cine experimental hoy queda reducido a lo informal en las stories de Instagram, mucho más vivas, pero desgraciadamente, gracias a su masificación, imposibles de encuadrar y tampoco libres del adocenamiento.

Viernes. Aprender las posibilidades y ramificaciones de la dialéctica es complejo. Pero abandonar ese esfuerzo o reemplazarlo por certezas mínimas es tan empobrecedor... ¿Qué diría usted? Yo diría más bien la letra. Ahora toquemos.