Lunes. Escribo sobre leer y qué leer y cómo leer en este diario y nunca escribo sobre el género “diario” en sí. Practicarlo, practicar el género, me resulta más simple y mejor que teorizarlo. Parafraseando a Diderot: ¿Para quién escribo? Para nadie. ¿Quienes me leen? No me importa. ¿Quienes escribimos? Todos escribimos.

Martes. Los lectores de Foucault jamás serían estudiados por Foucault básicamente porque son muy aburridos. Los peligros de la burocracia y la exégesis.

Miércoles. Soñé que estaba en un cuarto de hotel en la costa de Brasil y dejaba sobre el escritorio de mi habitación ochocientos dólares. Esa era la cantidad exacta. Después de un día de playa, volvía y encontraba sobre la mesa, en el lugar donde había dejado el dinero, dólares fotocopiados, mezclados con papel en blanco y pesos argentinos. Miraba ese dinero falso, esa vulgar falsificación, y me angustiaba. Después, bajaba al lobby del hotel, y le mostraba el dinero falso al conserje que sin hablar me lo cambiaba por dólares reales. Y entonces agregaba: “¿Sabe qué es esto? Esto es una macumba.”

Jueves. Tengo algunas notas sobre el libro de Federico Peralta Ramos esperando para escribir una reseña. El libro me gustó mucho más que el personaje. O para decirlo de otra manera, la narración del artista conceptual en anécdotas, un género muy poco experimental, es la confirmación del gusto por el arte de acción y no de ideas. También es verdad que detrás de toda anécdota hay una hermenéutica y por eso la gestualidad espera siempre una narración que la confirme.

Jueves, más tarde. El sueño del dinero falso me hizo acordar, no sé por qué, a un compañero que tuve en la facultad. Cursamos algunas materias juntos. Era ciego. Siempre llegaba cinco minutos antes a las clases, así que nos cruzábamos. Ver un ciego esperando en la puerta de un aula y no hablarle me hacía sentir mal. Se llamaba Damián. Hablaba con corrección y tenía un saber enciclopédico. A veces lo veía llegar en un taxi acompañado por una señora. Me contó que vivía con la madre. Pero esa mujer era la que trabajaba en su casa. Nunca me habló del padre. Me los imaginaba a los dos, madre vidente e hijo no vidente, sentados en una mesa, servidos por esa mujer, en una departamento del centro de la ciudad, cenando y hablando sin levantar la voz. Damián llevaba siempre en la mano su bastón blanco y un grabador de cassettes de cromo con los que registraba las clases. Recuerdo que en esa época yo leía mucho, leía libros, apuntes, fotocopias, bibliografía obligatoria y secundaria. Me pasaba tardes y mañana en la biblioteca. Mi notas eran buenas pero no sobresalientes. El ciego, por su parte, sacaba notas altísimas. Un día le pregunté cómo hacía para leer todo lo que nos mandaban leer. Él me confesó que solo podía leer en braille y muy lentamente. Recuerdo que me dijo que había conseguido un edición en braille del Martín Fierro y la recitaba de memoria. ¿Y entonces? Lo que hacía era grabar las clases y escucharlas una y otra vez. Me contó que se quedaba hasta altas horas de la madrugada escuchando el audio de las clases que registraba. Cuando llegaba al parcial o al final le alcanzaba con decir lo que recordaba, básicamente las palabras, a veces textuales, de los docentes. Los catedráticos y sus ayudantes reconocían su esfuerzo. “Les gusta mucho que yo repita lo que ellos dicen” me explicaba. Aparte, desde luego, tenía una excelente memoria. Hicimos tres cuatrimestres juntos. Uno de ellos, justamente, un seminario que Julio dio sobre el Martín Fierro. Después, verbigracia, lo perdí de vista.

Viernes. Necesitamos narrar y ser narrados tanto como hablar y ser hablados. Por eso, no por otra cosa, leo la entrada de Luis II de Baviera en Wikipedia.