Lunes. Frustraciones varias, muy pequeñas, que se van acumulando. ¿Por qué? Pienso que merezco más. ¿Pero más de qué? ¿Más dinero, más amor? Quizás un poco más de descanso. Pero soy yo mismo el que se interpone entre lo que pienso que merezco y lo que finalmente consigo. No hay más. Finalmente recuperé la guitarra de manos del luthier. El arreglo, caro, es impecable. Sin embargo, le tomé un poco de bronca. Creo que muchos músicos son así también. ¿Así cómo? Necesitan forzar cierto status. Al salir del taller le desee al luthier que su lugar de trabajo se prendiera fuego. Las llamas quizás no solucionen nada. Pero son una fantasía seductora. Esas hermosas guitarras quemándose, años de autosatisfacción, obsesiones y quejas, convertidos en cenizas. ¿Mis libros, mi computadora, mis archivos que relleno con voluntad y paciencia son mi taller de luthería narcisista? ¿Eso debería quemarse, purgarse? No sé para qué escribo y hacerlo solo me trae problemas. Out, damned spot! Out, I say! El suicidio es algo lento, a veces empieza escuchando tangos, haciendo bromas con amigos. Quizás escribo por una única razón neurótica y obsesiva, egoísta y desesperante: porque me da placer.
Martes. Luis Andrade me comentó que él tomaría con precaución en las direcciones del papelito chino. ¿Qué podría ser? ¿Los órganos que se cosechan son las partes digitales de los incautos?
Miércoles. En su escritorio Billy Wilder tenía un cartel que decía “¿Cómo lo haría Lubitsch?” Parafrasear el ejercicio de esa pregunta resulta útil. ¿Cómo lo habría hecho Borges? ¿Como lo habría hecho Piglia? ¿Cómo lo haría Robles? Sigo releyendo La redes invisibles. Hay ahí una falta de ansiedad para abordar las cultura digital, digamos, un aplomo para que la narración recapture Internet y la domine, que me resulta a la vez un hecho magnético y probo.
Miércoles, más tarde. El verso de una vieja canción, escuchada mil veces, dice algo llamativamente importante: “Nada te ata a leer la novedad.”
Jueves. Tuve que pagar una seña en dólares por una operación de compra que estoy haciendo. Fui a una oficina al Edificio Barolo. Ya en sí mismo el edificio es una anécdota, pero lo mejor fue que la mujer que recibía la seña me pidió mi documento, puso los dólares alrededor y le sacó una foto. Fue un ritual raro. Me explicó que se hace para tener una constancia, por si alguno de los dólares es falso. Capitalismo, dinero, identidad, burocracia, mercado, paranoia. Todo en una sola foto donde aparezco de cara al Estado en mi Documento Nacional de Identidad y rodeado del adusto Benjamín Franklin del billete de cien dólares. (Sobre Franklin leo esto en Twitter: “Ben Franklin wasn't allowed to write the declaration of Independence because it was feared that he would hide a joke in it.”)
Viernes. Arrastro un resfrío desde hace por lo menos una semana. Tengo la nariz tapada con mucho moco. Eso hace, primero, que todo lo que hago me salga más lento, incluidos leer y escribir. Segundo, que todo lo que me rodea parezca polvoriento, o en envuelto en una nube de polvo. Girando por la web encuentro, ¿cómo? no lo recuerdo, un libro titulado Written in the dark: five poets in the siege of Leningrad. El libro trae piezas de Polina Barskova, Gennady Gor, Dmitry Maksimov, Sergey Rudakov, Vladimir Sterligov y Pavel Zaltsman. Se lo paso a Robles y le digo que no me hace falta leer el libro, la sola idea de que exista, con ese título y esos nombres de los cuales desconozco todo, ya de alguna manera me genera cierto goce literario. “Puedo imaginar esos poemas” le digo. Pero, desde luego, no puedo escribirlos. Escribir en el sitio de Leningrado. Quejarse de un resfrío frente a eso parece banal. Nada te ata a leer la novedad.