Domingo. Hoy, hace treinta y cinco años, el 28 de mayo de 1982, Herbert Jones no quiso usar la tropa de reserva para asaltar las posiciones argentinas en Darwin/ Goose green y lideró él mismo el ataque. Era un paracaidista con experiencia. Se levantó bajo fuego argentino y sus soldados lo siguieron. Oscar Ledesma, un conscripto argentino, le disparó y lo mató. Cuando terminó la guerra Ledesma volvió a trabajar a la municipalidad de Villa María, Córdoba. La historia se contó mil veces. Ahora miro una foto de mi viaje que alguien, no recuerdo quién, me sacó en ese lugar, el lugar donde murió Jones, un pajonal con los pozos apenas visibles después de tanto tiempo. Ahí me acordé, y ahora también lo hago, de Los caminos de la libertad de Sartre. Mateo es un soldado francés que hace guardia en una trinchera y una tarde ve avanzar un grupo de soldados alemanes. Caminan bien pertrechados, seguros de sí mismos, es la técnica la que avanza, es toda la seguridad ontológica del Nacionalsocialismo lo que se mueve ahí para conquistar el mundo. Mateo carga su fusil y dispara. Uno de los soldados alemanes cae. Mateo mira sus balas. Después de tanta filosofía, tanta política y tanta discusión, le parece increíble que esas pequeñas piezas de metal hagan la diferencia. Cito de memoria, seguramente con algún error. Pero creo que la escena es válida.
Lunes. “Despechada incendió cuatro autos en el Hospital Posadas” titula Crónica. El copete de la nota: “Un Ford Escort, un Toyota Corolla, un Peugeot y un Volkswagen Gol se prendieron fuego en el estacionamiento de médicos del gigantesco nosocomio de El Palomar. Todo indica que la ex esposa de uno de los galenos, enojada, le incendió su vehículo. El viento propagó las llamas que afectaron a tres autos más.” El incendio de la última pasión amorosa. Ese fuego debe haber tenido el gusto del más extasiado exceso. ¿Cuál si no? Pongo en Twitter: “Las causas perdidas. Hay para todos los gustos y narcisismos.” Y Pablo Valle me responde: “Una causa perdida no se le niega a nadie.” A Borges en Sur siempre lo mandaban a “Notas.” ¿Ya escribí esa línea en este diario? No hay que olvidar eso. Vous voulez un maître? Vous l’aurez. Se llama Lacan, se pronuncia Perón.
Martes. Escucho La forza del destino. La obertura me gusta. Disfruto, como no, esa dulzura dramática de Verdi, el hombre grave pero amable incluso en sus borracheras.
Martes. Clikeo en un titular que dice “Come risolvere le dispute tra colleghi su come regolare l’aria condizionata in ufficio.” Pero no hay artículo. Solo esta línea: “Uccidi i colleghi.” Hoy quizás escriba una página más del manual lombrosiano del amor.
Martes. Aterrizamos en el Planeta Amnesia y encontramos un cartel que decía: “Acá esa ciencia no sirve.”
Miércoles. Ayer fui a la presentación de un libro de Edmundo Paz Soldán en la librería que Waldhuter abrió en la avenida Santa Fe. Llegué temprano y tomé un café leyendo Literatura antártica argentina, la antología razonada de escritos sobre la antártida que sacó la academia argentina de letras. Mientras leía en un aparato de televisión un locutor se quejaba del frío que estaba haciendo en Buenos Aires, unos doce grados. Lo mejor de la presentación fue reencontrarme con Quintín. Hacía mucho que no lo veía. Él me dijo que no me reconoció. (Mi cara es fácilmente olvidable, mis rasgos se desvanecen en la memoria de todos. Lo he notado. También es verdad que estoy más viejo. Él, por su parte, está igual.) No había mucha gente en la librería pero el público era selecto. Estaba Martín Felipe Castagnet, Bob Chow, Liliana Colanzi, Celina Abud, y Genovese que merodeaba los bordes de la librería como una fiera. Me dio mucha alegría verlo a Quintín. ¿Por qué tanto? Quizás porque es una persona amable, pese al personaje. Y muy dado a conversar. Pero con eso no alcanza. Seguí pensando el tema cuando una mujer comenzó a leer un texto sobre la obra de Edmundo Paz Soldán y como era horriblemente aburrido, me fui. Bob también presentaba y me perdí su intervención. Cuando caminaba por Santa Fe hablé con Robles que no había llegado a la librería, demorado en otra parte de la ciudad, y me dijo que la estima que le tenemos a Quintín tiene que ver con su capacidad de lectura. ¿Es un buen lector? Robles me confesó incluso que le genera afecto. Pero no es un lector afín a nosotros, le dije. Y luego acordamos que era un tipo con la capacidad de leer y jugarse por sus lecturas. Un lector acertivo. Eso aparte de estar cada vez más loco. Quizás no elegimos quienes son nuestros Ezra Pound, tal vez nos toque el Ezra Pound que nos merecemos.
Jueves. Leo, al pasar, los diarios afectados de Julio Ramón Ribeyro. Se queja mucho. Que no tiene dinero, ni trabajo, ni amor, no talento. Acierta también, pero en medio de mucha queja. Supongo que, como todos los diarios, tiene sus zonas altas y bajas. La literatura peruana me interesa bien poco, tan poco como Perú, ese lugar latinoamericano. Hay una entrada en París, fechada el 27 de agosto de 1954. Me gusta. La copio: “Lucidez inútil. Hago esfuerzos tenaces para no comenzar una novela. Me agoto levantando y derribando objeciones. Todavía es temprano, me digo, no hay que apresurarse. Hace años, sin embargo, que me digo lo mismo.” Ese ida y vuelta es la vida civil del novelista. Cuando llega la novela y el novelista está escribiendo, se entra en combate y todas esas dudas son reemplazadas por otras dudas mucho más terribles, las del error, la del fuego cruzado de la neurosis y el arte.
Viernes. En los diarios hay que poner chismes. Pero para eso deben ser secretos. Como no puedo ser indiscreto a gusto, trato de hacer estilo. El diario público, una fatalidad. El otro, el privado, es más simple, más pérfido, más miserable, mucho más interesante.