Miércoles. En Aeroparque el vuelo se demora una hora. Pero solo eso. Armé bien mi equipaje y viajo cómodo. Un poco de turbulencia. Nada más. Cuatro horas después de despegar, estoy en Ushuaia. El departamento que alquilé para quedarme está en el centro. Me sorprende la vista que tiene. La pared que da a la calle es toda de una gran ventana de piso a techo. De Buenos Aires me llega la noticia del corte de suministro eléctrico. Acá el clima es fresco, unos seis grados. Poco viento, algo nublado. Más tarde camino por el centro. Compro un libro de Hemingway en la única librería de la ciudad. Hago otras compras en La Anónima. Tomo un café. Me cruzo con Marcel. Mañana, la película. Bien. Vuelvo al departamento. El silencio me intimida. Lo disfruto pero siento una culpa extraña. Enfrente, en un jardín arbolado alguien empieza el fuego para un asado.

Jueves. Falleció el padre de Federico Rodriguez y suspendimos la excursión a Río Grande. Me vuelvo el domingo. Mi viaje se acorta a la mitad. Me tomo la mañana para recorrer otra vez la ciudad. Compro tres remeras y un libro sobre turismo antártico. Visito la Biblioteca Sarmiento, donde una mujer amable y alegre me habla como si me conociera de toda la vida. Me pregunta si estoy apurado y recorremos las diferentes salas de la Biblioteca. Me explica que la casa donde estuvo confinado Rojas quedó en el centro y me da indicaciones para encontrarla. Ahora es una oficina de turismo. La mujer me habla de libros, de lectores, de formas de hacer silencio. “Antes no se podía ni respirar, ahora ya no es así, los chicos se tienen que sentir cómodos” me dice. Me despido, agradecido. Enfrente de la biblioteca está el cementerio. Encuentro el acceso y visito la tumba del Gobernador Campos. Rezo por él y por Francisco. Después encuentro la casa de Rojas, la vieja biblioteca. No puedo entrar. Está cerrada. Pero ya estar ahí me emociona. Hay muchos escritores mejores que Rojas, pero ¿cuántos estuvieron presos en Ushuaia? El penal se transformó ahora en un museo, pero sobre todo en identidad pop de la ciudad. Hay retratos del Petiso Orejudo en las paredes y en los negocios de recuerdos se venden remeras a rayas que evocan los uniformes que usaban los presos.

Más tarde. Ayer amaneció despejado y con sol. Hoy, nublado y con lluvia. Presenté Petrel en el espacio Pensar Malvinas de la Municipalidad. Buena recepción, incluso alegría. Cuando al regreso le cuento a Napo que todo anduvo bien, y que en Ushuaia me siento bien, me ubico y no me parece para nada el fin del mundo, me responde: “El fin del mundo ahora es Buenos Aires con cuarenta grados, humedad y supermercados, barrios y subtes sin luz.”

Viernes. Ayer antes de la película, visita a Nicolás Romano en su casa de Las Margaritas. La casa es grande, con cuartos de madera, muchos perros y una cocina con una hermosa luz natural. Su estudio tiene vista al canal y está rodeado de árboles. Nicolás me cuenta una infinidad de historias de la ciudad y la región, me explica cómo las escribe, cómo se traba y se destraba. Tomamos unos mates. Me lee un relato sobre el cine en Ushuaia. Hoy, dos programas de radio a la mañana hablando de Antártida y Malvinas. Federico Marcel me lleva en auto, participa del programa de una radio local, y a la vuelta, también en auto, me cuenta la trama de una novela sobre la cárcel de Ushuaia que escribió otro autor local. Me dice el nombre y no lo retengo.

Más tarde. Nicolás Romano en un artículo: “Dicen los navegantes que al sur de los 40° no hay ley, y que más allá de los 50° no hay Dios. Hablamos de los 54°, 47´ S. esto es Ushuaia.” Sí, Ushuaia es la ciudad más austral, el fin del mundo, pero no siento eso. Al contrario, siento que es el principio de muchas cosas, de muchas geografías y muchos sentimientos, de muchísimas historias. Un lugar cargado de historia, de vida. Un lugar cosmopolita, que sigue siendo Argentina pero de otra manera, lejos de las ciudades grandes y su arrogancia y sus problemas. También es verdad que estuve más allá y entonces sé que acá no se terminan las experiencias. Hay una Ushuaia que podríamos llamar tradicional. A la que se le superpone la turística. Pero las dos van creciendo juntas, y resulta difícil separarlas. Disfruto el silencio nocturno. En la televisión, veo imágenes de Bahía Blanca inundada.

Sábado. El libro de Hemingway es Hombres sin mujeres y lo tradujo Manuel Alvárez. Me gusta el intento. Está traducido a un español más neutro, no ibérico, lo cual está muy bien. Aunque cuando, como en el primer cuento hablan personajes españoles, o sea un torero, su empresario, un picador, y así, se podría haber usado el tu sin problemas. Leer a Hemingway es caer en la tentación de traducirlo. El esfuerzo es válido. El libro no trae nada más que los cuentos, no hay prólogo, solo la contratapa firmada por Alvarez, lo cual está bien. Hombres sin mujeres. Qué título. Aparte me traje Los hombres ebrios de Dios de Jacques Lacarrière, traducido por Margarita Martinez. Es un ensayo escrito de forma amable, que va narrando y analizando a los ermitaños y anacoretas del siglo cuarto que en el Egipto romanizado eligen el desierto. También ellos son hombres sin mujeres.

Domingo. Mi vuelo sale de Ushuaia al mediodía y llega a Aeroparque a las cuatro de la tarde. Me siento al lado de una chica que lee desde una tablet. Le pregunto qué lee y me responde: “Soy odontóloga. Estoy haciendo un posgrado sobre cirugía óseo maxilar.” Le hago preguntas técnicas. ¿Cuáles son las lesiones más comunes? ¿Puede una infección dental dañar la mandíbula? Me responde con precisión pero asombrada. No me pregunta a qué me dedico. Eso me genera cierto alivio. Tomo la charla como una clase particular sobre dentadura, mordida y mandíbula. No es la peor forma de aprovechar un vuelo.