Domingo. De golpe, el sábado a la tarde, un odio furioso y sordo contra todo. ¿Por qué? ¿De dónde sale? No es contra todo. Es, más bien, contra mí mismo. Lo siento quemándome los ojos. Hay cansancio, hay un componente de hastío, de aburrimiento, pero sobre todo es frustración, pero ¿de qué? ¿Frustración de qué? Pasado el mediodía fuimos con Carmelo a la Feria del Libro de Flores, saludamos a algunos amigos, compramos dos plaquetas muy bellas en Barba de Abejas, incluso gente de la organización nos hizo una entrevista preguntándonos si era la primera vez que veníamos. No, dijimos, siempre venimos. Después volvimos a casa, en el camino hicimos algunas compras y merendamos. Y fue entonces cuando recordé cuestiones del trabajo en el Museo y me oscurecí. Decidí ponerme a escribir para matizar al menos ese sentimiento. La temperatura y el clima del sábado eran ideales. Pensé en el gobierno… Pero si bien es un gobierno horrible, el peor gobierno desde la vuelta de la democracia, sin embargo, no puedo echarle la culpa de mis propias decisiones vitales, de mi infinito aburrimiento de mi mismo. (Y esto lo comprendo ahora porque lo escribo.)
Lunes. Tomé el subte a última hora del domingo. Había poca gente pero me senté al lado de un vago que tenía olor a mierda, así que me levanté enseguida y pasé al vagón de atrás. Me senté. Había mucho espacio, sobraban lugares libres. Pero enfrente mío había una señora viendo videos en su teléfono con un volumen alto, así que me volví a parar y fui hasta el otro vagón y me senté y en la estación siguiente subió un tipo de pelo largo a tocar folclore con una guitarra. No cantaba ni mal ni bien, pero me levanté y cuando entré al cuarto vagón entendí que me estaba volviendo loco. Mavrakis hace poco me dijo que el nivel de desvarío del subte era grande y que los enfermos mentales que subían a pedir una moneda ya no eran tan diferentes a los pasajeros. Lo recordé y sonreí porque tenía razón.
Más tarde. Desde hace un tiempo y sin razón aparente tengo recuerdos. Me surgen. Estoy tomando un café en la cocina, y me acuerdo de mi adolescencia. Voy caminando a tomar el subte y me llegan imágenes muy nítidas de mi infancia. No me sorprendo por un hecho puntual. Recordar un lugar, una escena, una persona no me parece raro. Pero la regularidad sí me llama la atención. Supongo que hay alguien irradiando desde alguna parte con algún nuevo aparato provocador de recuerdos. Eso, o estoy aburrido de ser el que anda, divagando, por ahí, en el subte A. “El viento sopla donde quiere, y uno escucha su sonido; pero no sabe de dónde viene, ni a dónde va; así es todo eso que nació del Espíritu.” Sobre la burocracia académica a la que me sometí este año no hay mucho para decir. Siempre es igual. Aburrida, cansadora, un poco idiota. No se puede hacer un chiste sobre ese lago de aguas quietas donde no pasa nada, solo se estira el reflejo del tedio.
Miércoles. De forma lenta, pero constante, el escritor empieza a imaginar y a pensar a sus lectores con odio. Los imagina indiferentes a su talento, desconfiados, cuestionadores de sus mejores decisiones. ¿Por qué? Antes quería seducirlos, lograr su atención, su amor, su tácita o explícita confirmación. Y muchas veces esas felicitaciones llegaron. Pero incluso cuando recibe saludos, le resultan mezquinos. ¿Cómo es posible que no reconozcan su talento en toda su magnitud? Por otra parte, la humanidad siempre fue eso que hoy vemos en las redes sociales. Las redes lo único que hacen es democratizar el acceso. Desde luego, es una ventana continua a la banalidad idiota de lo humano. Por eso no podemos dejar de mirar.
Más tarde. Leyendo a Rojas recordé a un alumno que tuve cuando iba a dar clases a Tucumán. Este tipo, ya grande, estaba escribiendo un policial ambientado en los días del Congreso de Filosofía de Mendoza. Después leyó un cuento también que contaba la historia de dos curas, jesuitas, a los que le encargaban destruir la iconografía indígena. Era bueno. Le aconsejé que uniera ambas historias.
Jueves. Napo me pregunta por qué esos temas. Hace una pregunta muy buena: ¿por qué el ensayista elige ese tema y no otro? Me sale responderle que desde que mi familia, los Terranova, llegaron a la Argentina en 1949, un tema me lleva al otro. Con los Terranova es 1949. No hay más atrás. Más atrás ya es por parte de mi familia materna o pertenece a un mundo mítico de Italia, la guerra, el dialecto calabrés.
Más tarde. Le regalé a Pierina un libro de o sobre, no terminamos de entender, Virgina Woolf. El título es bueno: El vicio absurdo. ¿Cual es el vicio absurdo? El libro ofrece la transcripción y traducción de un guión radial que una tal Viviane Forrester hizo en la década del 70 para la radio francesa. Sí, un guión de radio. No deja de tener su ternura, sobre todo hoy en que la radio y sus derivados, los miles de canales de streaming y etc, se entregan a la más desbocada improvisación. El libro, que es breve, se desarrolla como una biografía con testimonios. Nos gusta la tapa. Y a mi me gusta haberlo encontrado en una mesa de la feria del Parque Rivadavia. ¿Cual es el vicio absurdo? Si es leer o escribir, me parece un muy buen título.
Viernes. Para Aristófanes, Sócrates era un charlatán, un estridente, un tuitero. ¿Y usted qué hace? ¿Se rasca? Milei hace un gobierno de concentración de capital. O sea, en vez de distribuir, concentra. Los que tienen, tienen todavía más. Y los que no tienen, tienen todavía menos. ¿Y eso en que se basa? En el individualismo y la estupidez, dos grandes activos de las redes sociales. Majestuoso, Javier Milei podría ser un personaje secundario del Ulises de Joyce.