Jueves. Napo me pasa en pdf unos libros de Friedrich Kittler donde se busca explicitar la relación entre el nacimiento del rock y los saltos tecnológicos de la Segunda Guerra Mundial. Ya intuí algo de eso cuando señalé que los Bell 212 hacen con su motor y sus aspas un sonido que se asocia, casi tanto como su fuselaje y sus puertas, a la música de grupos como The Rolling Stones y Creedence Clearwater Revival. (La empatía es tanta que por momentos me da la sensación de que los golpes de las aspas siguen un ritmo de cuatro cuartos.) La identificación del Bell UH1H Iroquois, un antecesor del Bell 212, con Vietnam es tal que, para muchos, pasaron a ser un sinónimo de esa guerra. La escena se reproduce una y otra vez en series y películas. Los soldados de infantería del Ejército estadounidense, armados con M16, recorriendo pantanos y esperando la extracción salvadora, el Bell que llega en el momento justo desde el cielo, bajando en el aire húmedo de la selva.

Viernes. Deseo. Insistir. Paciencia. Repetir.

Más tarde. Kittler sobre la escucha militar, submarinos y alta fidelidad: “La defensa contra los submarinos operó de la misma manera. Poco después de que empezara la guerra, el Comando Costero de la Fuerza Aérea Real le encomendó a la empresa de discos Decca el desarrollo de un medio de almacenamiento perfecto, el Full Frecuency Range Reproduction (ffrr, por sus siglas en inglés) o gama de reproducción de frecuencia total. Los armónicos brillantes y los bajos graves llegaron a grabarse por primera vez en disco, aunque todavía no para los oídos de los consumidores. Los futuros oficiales de la fuerza aérea debieron aprender con tales discos de entrenamiento cómo diferenciar entre submarinos británicos y submarinos alemanes a partir del ruido del motor. En la posguerra o Post War Dream, gracias a la misma firma británica, esa ffrr se convertiría con un simple cambio de nombre en la High Fidelity comercial.”

Sábado. Ayer, jornadas con los nativos antárticos en el museo. En la Antártida nacieron doce personas nada más, ocho argentinos y cuatro chilenos. Vinieron varios al museo y otros salieron por zoom desde España y México. Hoy, visita al Museo Fortabat en Puerto Madero. La colección es ecléctica y eso la hace más valiosa. Aunque un esmerado museólogo intentó darle una forma cronológica, esa curaduría no logra ocultar en ningún momento que el conjunto se desprende de los caprichos de una millonaria. Disfruté los De la Vega y varios tesoros del siglo XIX. El museo es como una canción simple y directa. Nada de mierdas de inmersión, de tecnología, de pantallas, video, arte digital u otras frivolidades. Lo que ofrece el Museo Fortabat son obras de arte analógicas y contundentes, tangibles, compradas a artistas y en remates, obras que hablan de diferentes épocas y de los hombres que las hicieron y las apreciaron y valoraron. Y el edificio es simple, enorme y cómodo. Más tarde crucé hasta el CCK y en un puesto en la explanada compré por mil pesos, quinientos pesos cada uno, dos libros. El tesoro del Reich de Fredrick Nolan, con imprescindible esvástica en la tapa, editado en 1977 por la colección Grandes Novelistas de Emecé, y una biografía de Dalí, Dalí, secreto, de Antonio Olano. Tuve sol en el paseo pero la ciudad vive un invierno de cuatro o cinco grados que se hace sentir. Volviendo hacia Plaza de Mayo por la recoba saqué una foto de Juan de Garay señalando los edificios de Puerto Madero. Garay señala la parte más nueva y moderna de la ciudad que fundó pero también parece hacer una denuncia. ¿Qué denuncia Garay? Cada uno de los viandantes que pasan por el lugar pueden interpretar ese señalamiento como quiera. Para mi está diciendo: “¡Atención, fariseos, la ambición puede llevarlos al confort pero también al desastre!” Aunque también, pese al gesto altivo, se lo puede apreciar orgulloso de su obra: “Eso es lo que yo hice, ¿qué hicieron ustedes, seres arrogantes y banales del siglo XXI?”