Lunes. Durante el viaje a Rosario leí a Rojas. Eurindia, un libro acartonado, fallado, idealista, y sin embargo… ¿Por qué me fuerzo a leer libros que no me gustan? Creo que hay más diálogo. Me presionan más. Me fuerzan. La lectura se me transformó en una suerte de masoquismo profesional. Desde luego, Rojas sigue siendo interesante. Eurindia por ahora no trae análisis gastronómico. Música, literatura, folclore, arte pero ¿dónde queda la comida como vehículo cultural? Horacio Castillo comienza su biografía de Rojas con una cita de Archipiélago. Ese solo fragmento nos muestra a un Rojas a la vez sereno y enojado, frente al abismo pero con esperanzas. La cita calza con una precisión conmovedora en nuestro presente:

“El indio ha muerto, el gaucho ha muerto, el criollo está en agonía. Pero llegará el nuevo tiempo de América y todos sus muertos resucitarán. El viento del espíritu no sopla aún, pero soplará desde estas alturas, porque ello es necesario. El ideal triunfará otra vez como triunfó con nosotros, después de largos padecimientos. Las nueves progenies se han entregado al lucro y a la molicie, y la raza va descastándose, como sin raíces en su suelo; pero la palabra es divina, y por eso es creadora. Ninguna palabra generosa se pierde cuando realmente brota del corazón.”

Más tarde. Leo una entrevista a Luis Gusmán en Revista Panamá. No está gagá, solamente viejo. Su tiempo se fue. En un momento dice: “Me parece que en la discusión política, en términos de política cultural, las revistas marcaban una diferencia. Yo creo que eso falta hoy. Son épocas distintas, nosotros estábamos muy marcados por eso.” La palabra que se repite es marcar. Lo dice en una revista que forma parte, y no una parte menor, de ese mismo entramado que dice que no existe. Luego agrega: “Cuando a mí me preguntan qué me gustaría, yo digo que me gustaría escribir un libro como Joyce, como Faulkner o como Borges. Están los tres allá arriba. Cuando lo escribo creo que sí, que lo logro; cuando lo leo, los señores me ubican solo. Mi sueño sería escribir una página como Faulkner. Hoy un escritor piensa más en que lo tomen como guión para Netflix o en ubicarse en Anagrama. Piensa más en eso que en la escritura. Ni bien ni mal, no lo digo como fenómeno moral.” Desde luego, son las palabras de un viejo. ¿En su época no existía el arribismo? ¿Todos eran nobles admiradores de los mejores escritores? Fenómeno moral… Como moral es una moral senil. Por otra parte, qué ruin negarle a un escriba tratar de ubicarse, publicar en una editorial prestigiosa, ganar un mango… Esta es otra queja vieja, pero mucho más vieja. Como fuere, la escena de este psicoanalista del montón pensando por un momento, unas horas, un día entero, que escribió una página a la altura de Borges me genera una sonrisa. Se le podría recomendar que leyera, al final de ese día de éxtasis, una de las páginas malas de Borges. Tiene varias. De esa manera, el entusiasmo podría durarle un poco más. Como fuere, todos nos vamos a hacer viejos y supongo que esa desorientación nos va a alcanzar. Siempre está la opción de callar, desde luego. O suicidarse. Este conjunto de reflexiones nostálgicas me llevan a pensar en que la fragmentación del campo lector argentino está en un punto interesante. Se ven con claridad las diferentes lectoras. La lectora de Mariana Enriquez. La lectora de Samantha Schewblin. La lectora de Aurora Venturini. La lectora de Cabezón Cámara. Pero la asfixiante marea feministas como negocio editorial parece haber bajado al menos un poco. ¿Qué sigue? Solo Dios sabe.

Martes. Unas semanas atrás fui a Campo de Mayo, a la Escuela de Aviación del Ejército. Le hicimos una visita con Omar Busson a los oficiales de las tres fuerzas que estudian para ser helicopteristas. Tienen simuladores muy avanzados con diferentes salas, operaciones, pilotos, copilotos, apuntador de ametralladora. Todos los escenarios bélicos son en Malvinas. Operaciones de defensa, ataque, transporte de tropas y evacuaciones de emergencia. Saqué buenas fotos. Me gustaría volver. Es un lugar del futuro. O quizás ya del presente. También leí La demolición, una novela breve de un tal René Jorge Bogomolny que compré por cuatrocientos pesos en la librería de la esquina de casa. Cada tanto reviso el cajón de cuatrocientos sin muchas esperanzas. Con cuatrocientos pesos hoy no se puede comprar nada. Un paquete de figuritas de la Copa América sale mil, un dólar. Cuatrocientos pesos salen cuatro caramelos. Leí las primeras líneas de La demolición y la compré. La terminé en dos días, no porque sea breve, que lo es, son apenas cien páginas, sino por la velocidad y síntesis con la que narra Bogomolny. El pie de imprenta dice que la editorial Pandafilando la sacó en 1979. El ambiente de la historia remite a ese momento y también el estilo de la narración y la oralidad de los personajes. Un empleado de un local de venta de telas se enamora de una compañera de estudios. Empiezan a ir a bares y a albergues transitorios juntos. El empleado deja a su mujer y su trabajo. Después todo empieza a complejizarse. La trama podría ser de Nabokov, pero la historia está escrita con una fuerte economía de recursos y citando una oralidad muy porteña. Los personajes se mienten, pero a veces dicen la verdad con aire de mentira, y eso va entramando la paranoica forma de ver el mundo del protagonista. Por eso, el realismo costumbrista de Bogomolny tiene visos barrocos. Por momentos parece una novela de Dick sin la ciencia ficción y funcionando en los barrios de Buenos Aires, Constitución, Belgrano, Corrientes y Callao, el Once. El final gore, de alto impacto, no era necesario. De hecho, la novela podría seguir doblándose sobre sí misma un par de veces más.

Miércoles. Nosotros también somos el pasado de un habitante del futuro que nos lee y sonríe de forma condescendiente.

Jueves. La capacidad de trabajo de Rojas me inspira. Siempre hay una página, un capítulo, un libro, una colección de libros esperando para ser escrita.