Lunes. No me gustaron las primeras páginas de La Ribera de Wernicke. Muchos errores de todo tipo. Un estilo que se podría corregir sin esfuerzo, y ese estilo pobre y previsible se usa para contar banalidades. El personaje se despierta, el sol es vivificante, él se siente vivo, motivado, sale a ver el río, etcétera, etcétera. El diario sigue siendo mucho más potente, asertivo y honesto.
Martes. Ayer, encuentro con Jorge Fantoni. Me regaló un libro que se llama Carne, donde colaboró con ilustraciones. Son cuentos muy breves, casi viñetas. A cada relato él le hizo una ilustración. También me regaló un breve fanzine. Es muy talentoso. Me gustaría escribir sobre su talento. Nos juntamos en la pizzería de la plaza Flores donde hace veinte años conocí a Sebastián Robles. Hablamos bastante. Fantoni me contó que una mujer lo contrató para hacer un mural en su casa con un retrato de las mascotas que se le van muriendo. Cuando uno de sus perros o sus gatos se muere, lo llama a Jorge para que lo agregue al mural. El mural es muy bello. Está inspirado en la pintura selvática de Henri Rousseau.
Más tarde. Leo la biografía de Pedro de Mendoza de Groussac. No es una biografía, es un desgajado de un estudio más amplio sobre los fundadores de nuestro país. Mientras leo, imagino una novela, un ensayo. Me gusta imaginar para no escribir. Al revés de cuando era joven, que eso me irritaba. Hoy imagino y no escribo, y solo escribo si puedo fatigar al máximo la imaginación. Ahí hay un plan de madurez.
Viernes. Ayer con cuarenta grados a la sombra, me fuí a visitar Tandanor. Me recibió el ingeniero Raúl Ramis. Amable y erudito, mientras caminábamos, Raúl me contó cuando se reparó –casi se volvió a hacer– el rompehielos Almirante Irizar, me dio detalles de la recuperación del astillero Storni, y hablamos de los diferentes procesos por los que pasó Tandanor. En un momento me dijo que él estaba ahí trabajando desde que se había recibido. Vimos el ARA Santa Cruz, al que sacaron del agua cuando se hundió el San Juan y pude saludar a un viejo guerrero del Atlántico Sur, el ARA San Luis, un submarino que todavía se ve imponente y que lleva encima, en su casco, muchas historias. Recorrer Tandanor me generó sorpresa, orgullo y alegría. El Santa Cruz es tres veces más grande que el San Luis.
Más tarde. Hoy acompañé a Rosalía a su casa familiar de Villa Domínico y me regaló los libros de su padre y alrededor de doscientos discos de vinilo. Volvimos en un uber con todo. Algunos de los discos se escuchan bien, otros más o menos, pero revisarlos es una aventura. Hay folklore, Tchaikovsky, dos discos de los Stones sin sobre, música disco, Schubert, Pugliese, De Caro, Di Sarli, más discos de folklore argentino, discos de música beat comercial de los 60… Hay algo en esa yuxtaposición, en ese dibujo que hace la serie. Es un mapa muy argentino, una forma de entender y de reflejar el siglo XX argentino. Le comento lo que empiezo a ver y a escuchar de esa colección a Napo y me dice que a él le gustan los discos pero que no tiene bandeja. Le respondo que primero vienen los vinilos, y luego el tocadiscos, y él relaciona la frase, que le gusta, con el amor. Primero viene el amor y después todo lo demás. El disco es un objeto sensual. Negro, brillante, serializado pero que promete y a la vez amenaza. La pua, el surco, la máquina, la manualidad. La primera tecnología masiva de registro del sonido. Napo dice: “Edison creía que iba a servir para conservar la palabra. Era sordo como ya estarás intuyendo.” Le señalo que fueron los primeros artefactos, inventados hace muy poco, no más de ciento cincuenta años, en reproducir la música y el canto en forma masiva. Napo: “Sabés que solo se pudo crear, perfeccionar, cuando cambiaron el enfoque. Antes querían reproducir el aparato donador, fonador. Pero se dieron cuenta de que tenía que ser una oreja. Hay un prototipo precario con la forma de una oreja. Es la oreja. No es la garganta, humanos, es la oreja.”