Domingo. Mi madre se muda. Desde hace una semana embala muebles y libros, desarma su cocina, guarda su ropa en valijas. Durante todo ese movimiento, hablamos por teléfono. La inestabilidad la tensiona. En un momento me dice que encontró algunas revistas y otras cosas mías. Me dice que las va a tirar porque no se puede vivir en la nostalgia. Le pido que no las tire. Cuando llego a su casa, las revistas son viejos ejemplares de las Rolling Stone, y hay también un diario en papel, donde alguna vez, hace veinte años, me hicieron una entrevista y una carpeta que tiene mis dibujos de cuando iba al jardín de infantes, muchísimo más vieja. La empiezo a revisar. Está fechada en 1981. Catorce años fui a la escuela normal Número 4 Estanislao Severo Ceballos, antiguo pro hombre de la patria que escribía libros y coleccionaba cráneos de indios. De jardín de infantes hasta el final del secundario. Nunca estuve catorce años en ninguna parte, salvo quizás en el Club Italiano. Los dibujos de la carpeta son, desde ya, infantiles. Hay uno de tema patrio donde dibujé, con mis limitadas habilidades de los cinco años, dos granaderos saludando a la bandera.
Lunes. Ayudo en la mudanza. En el departamento nuevo, corto una planta de un patio interno que a mi madre no le gusta. Prefiere que entre el sol. No tardo mucho. Ella está asombrada. “Creía que iba a ser más difícil” me dice. Las raíces salían del tronco y se metían en la pared. Parecían cables y le daban al tronco un aire de ciempiés alien. “¿Dudabas de mis aptitudes como jardinero de ciencia ficción?” le digo. Hace calor. Tiro cuatro bolsas llenas de hojas y ramas y después vamos a tomar un café frente al Parque Rivadavia. “Volvés al barrio” le digo.
Martes. Sigue la mudanza. Los libros son prolijamente embalados. Por un lado, los serios, los de psicoanálisis, los seminarios, los Amorrortu, la colección completa de Miller, leída, subrayada y trabajada a conciencia –vale la expresión–. Por el otro, el resto: libros de arte y decoración, de arquitectura, algunas novelas, historia, filosofía y otras publicaciones residuales. En Avenida Corrientes compro, por consejo de Robles, Los niños en la primera guerra mundial de Yuri y Sonia Winterberg. Por la noche, edito fotos. Robles me manda mensajes y me habla de la primera guerra desde Villa General Belgrano. Me dice que está tomando un gin de producción local mientras sus hijas nadan en la pileta.
Miércoles. Hastío de las redes sociales, un lugar del cual es imposible tomar distancia. El presidente argentino le responde en Twitter a una cuenta falsa del gobernador de la provincia de Buenos Aires que lo crítica. Es ridículo y siniestro. Ya le respondió a un actor muerto hace mucho tiempo. La política nacional se vuelve espectral. Releo a Wernicke, esas páginas del diario que le publicó Asís en Crisis en 1975.
Más tarde. En Instagram una mujer joven y bella va por las playas de Uruguay preguntando a la gente que lee. El resultado es ligeramente desolador. No creo poder echarle la culpa a los uruguayos. Todos coincidimos en que el año va a empezar en marzo. Pero ¿qué hacemos en febrero? ¿Quién le da de comer al león?