Jueves. Después de desayunar, no sé qué hacer, y terminamos saliendo con David hacia la costa. Es el mismo paisaje, casi la misma luz. Un sol prehistórico que fotografié sobre el oratorio. Me adelanté y me estaba aburriendo. Cuando David me alcanzó me dijo que fuéramos más cerca de la costa. La nieve se derretía y yo pensé que cerca del borde podía ser peligroso. ¿Qué pasaba si el hielo cedía y se desmoronaba? Pero el agua del mar se había retirado. Vimos un pequeño borde de un metro de hielo, o un poco más. Salté enseguida al lecho de piedra del mar que estaba seco o cruzado por pequeñas líneas de agua cristalina que hacía una música aguda y humana en tanto silencio. (El agua es humana en la Antártida, se mueve, canta, festeja nuestra presencia.) El mar se había ido con la marea pero miles de témpanos de todas las formas y tamaños había quedado ahí, armando un laberinto blanco.
El contraste con el negro del lecho marino que era negro me permitió sacar alguna foto menos transitada. Nos separamos porque los dos queríamos disfrutar de la ausencia del mar y lo que esa ausencia develaba por nuestra cuenta, solos, sin interrupciones. El sol hacia gotear el hielo y eso era hermoso y al mismo tiempo sensual y excepcional. Subí y bajé de algunos témpanos varados. Hacia el mediodía, me desabrigué, me saqué los guantes y me até la parte superior de mi overol en la cintura. Me quedé en remera y no tuve frío. Había gaviotas pescando en los charcos largos y profundos donde se veían pequeños crustáceos, como insectos marinos de color rojo. El hielo es hipnótico. Todo el tiempo asume formas hermosas que uno intenta descifrar sin resultado. ¿Por qué? ¿Por qué esas formas? ¿Qué significan? Mañana ya no van a estar ahí, de esa manera. No puede ser. ¿Qué significan esas formas, las formas de esas piezas de hielo? Nada. No significan nada. No hay jardín de las Hespérides, no hay espacio sagrado, ni laberinto, ni industria. Y sin embargo, están ahí, como fantasmas, como piedras que hablan y se mueven y cambian de forma.
Más tarde. En algún momento sentí que quizás los hielos nos odiaran por molestarlos pero no era eso lo que ocurría. Había una indiferencia muy grande hacia nosotros, esos visitantes que los recorrían, que subían a esos techos cubiertos de nieve, algunos firmes, otros más abiertos, intentando mantener el equilibro y no caer ni resbalar. Me filmé y filmé a David y sentí esa indiferencia. Por la tarde, toda esa belleza y ese armonioso silencio iban a desaparecer. La marea volvería a subir, inundando el hielo y llevándoselo. Ninguna pieza de hielo tiene miedo a la muerte. El hielo sabe que toda existencia es perecedera y que nuestros pasos y nuestras máquinas están hechas de materiales que mañana serán otra cosa. Noté que el tiempo está de su parte, que ellos no tenían ningún apego a ese momento que nosotros disfrutábamos. Cuando se hizo el mediodía, no esperamos el mar. Subimos otra vez a la costa y volvimos a la casa principal, cansados, justo para el almuerzo. Dejamos el sol brillando sobre el lecho marino de piedra negra, estriado por las glaciaciones.
Viernes. La fauna antártica es de tipo migratorio. Cuando llega el otoño, casi todos los animales de la península migran a zonas más cálidas. Los lobos y los elefantes marinos nadan hacia el norte. Las aves buscan lugares menos fríos. Con la primavera, la nieve empieza a dejar paso a un suelo oscuro y opaco, y se da un lento regreso. En la Base Petrel, a mediados de diciembre, en la costa del mar de Wedell, empiezan a verse grupos pequeños pingüinos de Adelia. A las zonas más bajas de la isla, llegan focas y lobos marinos. A las focas cangrejeras o de Wedell, por lo general solas, se las ve descansando sobre la gran cantidad de hielos que mueve el viento. Los lobos siempre están en grupos de seis o siete individuos. La Base Petrel toma su nombre de un ave que en su forma antártica tiene un pico doble, con el pico habitual de las aves alargado y la protuberancia de una “nariz” más arriba. Eso le da un aire particular. Los que siempre parecen estar son los skuas. Aves marrones, grandes, que viven de la caza y que pueden ser carroñeras, no se asustan de la presencia humana. Es común que roben cosas como un guante o un gorro de lana.