Viernes. Otra factura de luz, esta vez por 17000 pesos. Ahora ya no puedo decir que haya leído mal, que exista un equívoco. Al lado, otra de gas, por 500 pesos. Son dos poemas diferentes al capitalismo de servicios. Leo un titular: “Las autoridades rusas confirman la muerte del jefe del grupo Wagner, Yevgeny Prigozhin, tras pruebas genéticas.” Iba en un avión y tuvo un accidente. Le había hecho un planteo militar a Putin hace unas semanas.

Lunes. Escapada a Rosario. A las nueve saliendo de Retiro, llegando hacia las dos de la tarde. La ciudad me recibe con sol. Me hospedo en un departamento de un ambiente sobre la calle Jujuy. Paso a buscar la llave por un viejo estacionamiento de la zona. El departamento es nuevo, un ambiente grande, con balcón. Salgo a comer y por la tarde, hago una entrevista para un libro. Por la noche pienso si podría quedarme y vivir así, como un solitario turista. Dejarlo todo. Empezar de cero. Rosario podría ser también Bucarest o Cracovia. Por la noche, ceno en una parrilla vacía. Los mozos hablan de fútbol con seriedad.

Martes. Desayuno y regreso a Buenos Aires. Tanto a la ida como a la vuelta leo el Diario del estafeta, de Hugo Acuña, el primer argentino en levantar la bandera argentina en Orcadas, isla que ya pertenecía al continente antártico. Pienso en reescribirlo, pienso en volver a la Antártida. Tengo esa certeza. Voy a volver. Pero ¿para qué? ¿Para escribir un diario, que se escribe solo, o para escribir una novela, que es imposible? La novela antártica solo puede escribirse desde este continente de ríos, bosques y selvas. En América, la novela es un género de clima templado. Desde la Antártida lo que habría que escribir es una historia de amor que suceda en Rosario, en verano, en bares y departamentos de un ambiente. ¿Por qué escribimos? ¿Por qué narramos? ¿Por qué seguimos insistiendo en las formas letradas que nos provee la tradición? No hay un por qué y eso es parte de la respuesta.

Miércoles. Hay algo que une a Ricardo Piglia y a César Aira: la fe inquebrantable de ambos en que la escritura de ficción es un arte afirmativo y fundamental para el buen funcionamiento de la sociedad. Ambos son, de una u otra forma, pulcros ciudadanos de la república de las letras. Pongo esta idea en Twitter y como suele suceder, cada vez que escribo una reflexión sobre Aira en las redes, por mínima y despreciable que sea, sus amantes aparecen como sutiles cucarachas a responderme. No hay culpas ni escarnios. Amamos donde y como podemos.

Más tarde. Aira es la máquina, como Shakespeare. (¡Qué comparación!) Salvando las distancias, claro... Shakespeare es la rima. El serrucho. La técnica. La habilidad. El engranaje. Funciona o no funciona. Montaigne es lo opuesto: la deriva, la improvisación, la duda que se tiene en privado, donde el error origina otro camino, donde el desvío mal tomado puede llevarnos a una nueva casa, que nunca va a ser definitiva. Uno es el espectáculo, el otro, el gabinete, aunque con recuerdos de batallas y cabalgatas. El segundo es infinitamente más complejo.

Más tarde. Aira no puede dejar de escribir la novela río que viene escribiendo desde que empezó a escribir. ¿Puede saltar afuera del molde? En algunos artículos lo hizo, pero luego vuelve. Hay algo que lo ata a esa forma de la mala novela, palabras de él mismo. Hay en él una necesidad de encerrarse en esa prosa idiota. Le interesa el loco del pueblo. Cree, todavía hoy, que el loco, solo el loco, dice la verdad. (Aunque hoy ya sabemos que el loco es un discurso más dentro del coro de verdades y miserias.)

Más tarde. En el subte, sentado, leyendo. Sube una pareja. Huelen mal, a sucio y a basura. Levanto la vista del libro. Los veo de costado. Ella tiene una campera grande y el pelo con dreadlocks. Tienen entre treinta y cuarenta años. Pasan dos segundos y ya no puedo respirar. A él no lo veo. Desde luego, no puedo leer así. Me toco la nariz. Los sucios se abrazan. Pienso en levantarme e irme. Pero meto boca y nariz en la bufanda. Un par de estaciones más adelante se bajan. Más tranquilo, retomo la lectura.

Jueves. Me gustaría escribir un ensayo y titularlo “Milei, lector de Aira.” El catálogo contendrían un economista que habla con un perro muerto, que predica la venta de órganos en el mercado legal, que está en contra del aborto y que dice admirar a Margaret Thatchert. Pero la historia no se detiene aun. El hecho está sucediendo. No sabemos qué va a pasar. Hace mucho que la realidad no es al mismo tiempo tan incierta y vertiginosa.