Uno de los electricistas antárticos de la base me habla de una expedición a otras zonas de la isla donde ponían los guantes en el caño de escape del Unimog para calentarlos. Me cae bien. Es buen narrador. Le digo que no hace tanto frío. Me dice que no, que todavía no.

El Unimog que está en la puerta del taller es muy lindo pero los mecánicos me cuentan que no anda hace años. Se necesitaría un motor nuevo. Con paciencia, todos esperan que lo vengan a buscar. Tiene la cabina pintada de rojo y el escudo de la DNA en las puertas.

El electricista me dice “Mire, yo entiendo porque estoy acá, y entiendo por qué están ellos acá.” Supuse que se refería al personal militar. “Entiendo por qué están los muchachos del laboratorio, incluso entiendo por qué está el porteño ese que grita y que está con usted acá, el de las fotos, pero...” Se refería a Francisco Rebollo Paz, el excelente fotógrafo que mandó Cancillería.

"¿Pero...?" digo.

“Pero no entiendo del todo por qué está usted acá.”

"Y qué piensa que puede ser?"

“Eso es lo raro, es como si a usted le gustara acá.”

Le dije que sí, que me gustaba. Me estaba preparando una taza de te que iba a tener gusto a vaselina.

Cuando me volví a cruzar al electricista en la cocina de la barraca le dije que me dedicaba a la crítica de libros.

"Soy crítico de libros", le dije.

"Debes ser el primero que viene para este lado", me respondió.

El primer crítico antártico. Es un título que me gusta.

Un comunicante casi tira mi cepillo de dientes pensando que era basura.

El domingo se come asado. En la sobremesa se habló del chupacabras. Uno de los informáticos me cuenta la historia del mameluco negro. Hay varias versiones. La más simple dice que dos cabos del Ejército venían caminando desde el taller a la casa principal. Habían salido sin permiso y, de golpe, ven acercarse una silueta a lo lejos, una figura negra, bien recortada contra la nieve o la meseta antártica. Temiendo que se tratara de su suboficial a cargo y para evitar el castigo por haber salido sin avisar, se tiran cuerpo a tierra para esconderse. Cuando se levantan, la silueta ya no está. El informático agrega, trémulo, que en la isla hubo muchas muertes absurdas. Después un cabo cuenta la historia del muerto que no se puede evacuar. Sin mucha explicación, muere un hombre. Puede ser por un problema de salud o por un accidente. No importa. Su cuerpo se guarda en una cámara. Y se pide su evacuación. Pero, como pasa a menudo, los buques no pueden llegar y más de una vez el personal de la base saca al muerto de la cámara, lo lleva hasta la costa y como la evacuación se frustra, lo devuelven a su lugar de espera. Ese paseo del muerto, dice el cabo, hace que el fantasma se fastidie y se confunda. La solución habría sido enterrarlo en las afueras de la base para no generar tanto desarreglo espectral, pero eso no es posible. La historia no tiene final. Pese a que el cuerpo termina volviendo a Buenos Aires.

Después de eso, uno de los que trabaja en el servicio meteorológico dice que no quiere hacer el juego de la copa. Se niega y los demás le dicen que los van a hacer igual. Después del asado, aparece una guitarra.

El suelo de la barraca es de un material poroso y blando muy difícil de limpiar, aparte se deforma produciendo elevaciones y depresiones. Según Rebollo Paz, si se pisan las juntas, sale agua.

En la Antártida no existen los vasos. Todos los vasos de la base y también los de los buques son frascos de mermelada reciclados.

Encuentro al electricista, otra vez en la cocina.

"Usted no vaya a escribir las cosas que le cuento, ¿eh?"

"No", respondo.

"Bueno, está bien, escriba lo que quiera"