Jueves. Vemos la peli de Poe en West Point. Buenos actores, buenos planos de paisajes nevados. Mia Antonella: “Ya no vas a ver películas mal hechas en Netflix.” Es verdad. Como fuere, todo el ambiente y la recreación decimonónica tan bien logrados se malogran con un doble final, algo tramposo para el espectador. El actor que hace de Poe está muy bien. Pero es Cristian Bale el que tiene siempre la iniciativa. No critico el desdoblamiento, aunque la trama se enreda sin lograr del todo que el golpe final sea contundente. Es Netflix, el nuevo Hollywood. No le puedo pedir un Poe, padre de los autores fragmentarios, Santo Patrono oscuro de nosotros los lectores que no nos conformamos. En un momento, Poe se acerca a la biblioteca del personaje de Bale y dice “ah sí, el previsible Fenimore Cooper…” Es despectivo. Después agarra un tomo de Byron, y lo celebra.

Viernes. Cuando alguien me pregunta cómo estoy, me tienta responder: “Ya no soy joven pero disfruto mi madurez creativa, en pleno dominio de mis herramientas creadoras.” Desde luego, no digo eso, sino “bien, bien.” Hoy, viaje a Las Heras con los niños. Vamos en tren desde Flores hasta Merlo y de Merlo en el tren diesel hasta Las Heras. En el vagón, Pierina lee a Virginia Wolf y yo, mi libro de Larriqueta. En la estación nos espera mi madre. Argentina merece los trenes. Deberíamos pelear más por ellos.

Sábado. Robles escribe sobre hoteles embrujados de Buenos Aires y me dice que eso sería un gran polo de atracción turística. (Nadie en Argentina, ni siquiera él, pagaría por ir a un hotel con fantasmas pero él dice que sí.) Después coincidimos en ese reflejo de espejismo que tiene Internet. Godoy, hace meses, dijo: “Nosotros mostramos el siglo XX. Eso es lo que ofrecemos, siglo XX.” La frase me impresionó. Después del entusiasmo inicial con la web, volvemos a casa. Pero, desde ya, transformados. (Y nuestra casa es un recuerdo, una edad, una experiencia anterior, como siempre.)

Más tarde. Escribo en Las Heras, en la casa que diseñó mi padre y terminamos de construir con mi hermano. (Más él que yo.) Estas vulgares y continuas anotaciones también son mi casa. Mucho más que los libros que imaginé y que hice, que ya se fueron y están cerrados, esperando a lectores ajenos a mí. El único libro en el que puedo vivir es en el que estoy trabajando, en el que pongo palabras, una detrás de otra, con la fe de los tontos.

Domingo. Charla sobre la Ilíada con mi madre y con Pierina. Hablamos de los personajes que nos gustan y los que no. Pierina conoce bien la Iliada. Ya va por su segunda lectura. Improvisé una genealogía del poema épico, desde los primeros aedas, poetas sacros a los cantores en las plazas y mercados, la transmisión oral, el oficio de poeta cantor, y mucho tiempo después las primeras anotaciones en tablillas y papiros, el trabajo y la recopilación esmerada de autores anónimos que agregaron detalles. ¿Qué había al principio? Mi madre pregunta ¿el título? No creo, respondo, más bien los nombres de los héroes y sus historias, sus breves tramas de amor, celos, violencia, batallas, castigos y recompensas. El asedio como marco. Y luego llegaron, muy tardíos, esos antologadores que consolidando y petrificando el poema, participaron de la historia, para que manuscritos esforzados llegaran a un monasterio católico. Ahí se salvaron para nosotros. La siempre atacada Edad Media, donde ya no eran posibles grandes variaciones porque el ojo de Dios estaba atento, pero seguro también se dio un decantado, una síntesis, un error que se transformó en acierto, un copista más atrevido, que desafió a todos y dejó su marca. A veces el papel se acababa y había que acortar… O el superior pedía que la página se llenara hasta el final… No soy un mal helenista de sobremesa, después de todo. Y eso que en griego, en la facultad saqué la peor nota de toda mi carrera. Pierina pregunta por qué. Le digo que la catedrática era una mujer muy seca. Nos reímos. Ya murió, por suerte. Ahora está en el Hades, acosada por los espectros de todos los mártires del peloponeso.

Lunes. Sueño que me afeito. Ya de vuelta en la ciudad, escucho en YouTube a Emil Gilels. Tocó un programa variado el 22 de enero de 1959 en Moscú. Algún disciplinado burócrata consiguió los medios técnicos para registrar el concierto. Y hoy podemos escucharlo. Bach, Schubert, Robert Schumann, Dmitry Kabalevsky, Ravel, Liszt, un Chopin, y una Danza rusa de Stravinsky. Haciendo limpieza encuentro cassettes VHS que fueron sobreviviendo, algunos incluso cerrados. Están las viejas películas de El planeta de los simios que me regaló Oyola, documentales sobre la Segunda Guerra y el Tercer Reich, y el largometraje sobre Rommel, El zorro del desierto. Son objetos inútiles y por lo tanto seductores. No me atrevo a tirarlos.