Sábado. Vamos a la Feria de Editores con el doctor Rosé. Me pasó a buscar, vestido con un sobretodo, sobrio y elegante, y caminamos hasta la plaza del Ángel Gris donde tomamos el 76. Fuimos charlando sobre nootrópicos, anfetaminas, inhibidores del dolor y otros fármacos. Cuando llegamos a la FED en Chacarita encontramos una cola soviética que iba de mitad de cuadra a la esquina, de ahí a la otra esquina y todavía daba la vuelta para llegar a una tercera esquina. Eran cuadras largas, llenas de gente joven y abrigada que venía a comprar libros. Después de recorrer la cosa, el doctor encontró un amigo suyo y nos acomodamos muy cerca de la puerta. Nadie nos dijo nada de que nos colábamos y el amigo, que se reveló como un economista UBA heterodoxo, me hizo en cinco minutos dos o tres preguntas a las cuales yo le dedico mi vida. El resultado fue que hablé atropelladamente sobre libros, editoriales, gestión cutlural y finanzas a un ritmo algo idiota. Adentro, el galpón con largas mesas de libros y pasillos estaba lleno de gente. Era un verdadero Treblinka cultural. No había espacio para moverse. Caminar implicaba un gran esfuerzo. ¿Por qué tanta inmovilidad?

Un editor me dijo: “Todos los años crece un poco más y nos queda un poco más chico, aunque los lugares van siendo más grandes.” Luciano se fue a saludar a Mavrakis que estaba indeciso entre formar parte del éxito, huir o prender fuego el predio, y yo compré Bonino, el lenguaje de la inocencia de Daniel Moyano y una historieta sobre el Graff Spee. También le saqué una foto a Fantoni sin que se diera cuenta. (Me reconoció cuando me bajé el barbijo que usé durante toda mi visita para no contagiarme del virus del macrismo que, se notaba, flotaba en el aire.) Y enseguida lo vi venir entre la gente, como en un recital, a Robles que transpiraba, celebraba y se resentía por el ruido ambiente. Me crucé con Vanoli, a quien no veía hace mucho tiempo y a quien extrañaba. (Hacía mucho que no nos veíamos.) ¿Algo más? A la media hora me fui a los bares de Jorge Newbery.

Lunes. Más sobre las armas y las letras. Hace unos años fui a una mesa en la CGT y Marcelo Gullo presentó a Perón como el gran intelectual argentino. La idea me sorprendió. Lo comente con Macke que me dijo que era algo usual. Perón, un militar de carrera, que participó en levantamientos y golpes, y luego de forma crucial en la construcción política de la Argentina y su industrialización, era, para mí, un hombre de acción, sino de armas al menos de la experiencia. Aunque es verdad que también era un autor y tanto en su escritura pública como privada, en sus cartas y correspondencia, siempre hay algo, ese algo llega, sobre todo, por su firma y su nombre. En la figura de Perón, las armas y las letras, la experiencia y la lectura, se ven englobadas, superadas y puestas a prueba por la política. Jünger en su novela sobre la Primera Guerra introduce el tema del amor como una cuarta instancia. El amor galante, letrado, ese amor del hablar, y el otro amor, el de la carne, el erotismo, el amor de la experiencia.

Más tarde. El niño Rife me pide que le recomiende algo de Shostakovich. Napo cuenta una anécdota, muy buena, de Shosta y Prokofiev. Y nos pidió consejo. Le dije que escuchara los preludios y fugas grabados por Tatiana Nikolayeva. Ahora los vuelvo a escuchar y, como siempre, me dan ganas de escribir, de ser humilde, de ser bueno, de creer.

Medianoche. La semana pasada fuimos con Mia Antonella a ver la muestra de Haylli, el fotógrafo de Junín, que dejó en un altillo doce mil fotos en negativos, más películas en super 8 y todo tipo de otras capturas y copias sin revelar y reveladas. Aunque la muestra no tenía una organización cronológica, las virtuosas y sensibles imágenes narraban una buena parte del ser argentino. Se veía un dibujo, un mapa, una identidad.

Martes. Entré a la Estación Puán a tomar el subte y empecé a escuchar la voz decidida de Martin Kohan hablando banalidades sobre los desaparecidos. (No digo que el tema sea banal, digo que Kohan hablaba de forma impostada para decir banalidades.) La voz salía de un televisor colgado del techo. No lo veía, solo lo escuchaba. Cuando me acerqué, ya había cambiado la imagen a un partido de fútbol. Cuando se lo conté a Mavrakis, me dijo: “Bienvenido a la paranoia. Empieza con voces.”

Miércoles. Gombrowicz vivió sobre la calle Bacacay a la vuelta de mi casa en una pensión. El edificio todavía se conserva. Desde mi balcón se ve porque, tren de por medio, compartimos la manzana. Le puso Bacacaï a un libro de cuento. La diéresis final, dijo, era para enrarecer todavía más el nombre raro. Aunque bien pensado, la batalla de Bacacay, donde las provincias unidas del Río de la Plata pelearon y derrotaron al Brasil, ya es bastante rara.

Más tarde. Pasé por el centro a buscar las pruebas del libro de Rodrigo y en la Librería de Ávila, en la esquina del Nacional, compré un libro muy pequeño sobre Hans Bellmer. Te conozco, límpido espíritu. ¿Por qué? Porque soy calabrés.