Lunes. Para escribir se necesita orden, disciplina, constancia, una alta tolerancia a la frustración y mucho esfuerzo.

Más tarde. Vamos a comprar libros con Pierina a la calle Corrientes. Compramos historia argentina, yo separo una novelita de Jünger que no tengo y ella elige un viejo librito sobre oceanografía para regalarle a una amiga. Cuando nos estamos yendo le saco una foto a un estante que dice “gauchesca.” Atrás se ve un ventilador, detenido por el invierno.

Martes. Me llama mucho la atención que Mavrakis, después de haber pensado y haber escrito sobre el tema, todavía no termine de entender lo más básico del odio. Esa cuota de dolor, esa libra de carne que nos cuesta, se le escapa, y la paga una y otra vez. Supongo que frenar adelante a ese momento sacrificial le resulta una cobardía. Y se lanza. Hay poesía romántica del acto de odiar. Pero no es una lírica dialéctica. La mitad de la manzana negra nos espera sin matices. Es verdad que el odio se puede transformar en un género literario privado, o incluso en un tema público. No digo que esté mal, ya eso es algo importante. En su caso, la recurrente capacidad me genera admiración, pero también la falta de reflejos me pone frente a un paisaje sin salida. (Desde luego, toda esa práctica constante tonifica su prosa y sus ideas.) Creo que el problema radica en que todavía se ve inmerso en esa zona rancia del periodismo y las letras, donde sin anticuerpos, uno simplemente se muere de estupidez. ¿Damos ahí, justo ahí, con el árbitro comprado y el público en contra, la pelea por el sentido? El periodismo que, se dice, alguna vez fue un sano denunciador político y hoy es mero instrumento represivo, la conciencia sana del comercio…

Miércoles. En la web encuentro una tapa donde un grupo de monos armados avanza hacia el lector vestidos con uniformes nazis y esvásticas.

Más tarde. La gente se va haciendo vieja y empieza a vivir con sus registros de juventud en la web. La gente somos nosotros.

Jueves. Leo una intensa nota de Celine a un amigo editor sobre otros editores. Es graciosa. La tradujo Hugo Savino. La mejor parte dice: “nada de vueltitas con documentos, cuentas y todo el blablabla de los estafadores… No quiero entrar ahí, en el almacén. Entrego tanta verdura, tantos kilos, me pagan al contado. El almacén la clientela es problema de ellos, las trampas, las cretinadas. ¡Estos atorrantes quieren meter a los autores en los chanchullos de su comercio! ¡Conmigo no! ¡El comercio es cosa de ellos! En verdad tienen la insaciabilidad humana – Quieren quedarse con todo – ¡tanto los derechos de autor! como el sobrante divino de su canallada – Fíjese en Frémanger y Jonquières – ¡El editor, en la medida en que no le robó al autor sus derechos se estima estafado!” La carta está fechada en Klar Skovgaard, el 11 de diciembre de 1949. ¿Qué clase de ruido, monsieur Céline? Yo tampoco quiero entrar ahí, en el almacén. Flores, barrio de la cabalgata. Ahora toquemos.