Lunes. Pron viene a la ciudad y pasa a verme por Flores. Su intención era conocer el barrio de César Aira. Pero terminamos tomando una cerveza en el bar de Lautaro casi Rivadavia. Carmelo vino con nosotros. Pron nos regaló su libro de los sueños que tiene un troquelado en las tapas y Carmelo le mostró sus cartas de Fornite. (El intercambio fue amable y atento.) Hablamos de libros y de autores como siempre, y un poco de cómo se perdió la escena literaria en Buenos Aires. Mi hipótesis es que entre el macrismo y la epidemia cortaron todo.

Ya no hay ciclos de lectura, las editoriales o microeditoriales de esta década están empezando de forma incipiente, y sobre todo ya nadie lee a los desconocidos que firman en Ñ, en Radar o en La Nación. (De la nación solo leo a Mavrakis y a Gigena, y por motivos diferentes.) Después hablamos de la ELA que se llevó a Fontanarrosa, la ELA de Piglia y ahora la ELA de la mujer de Aira. La esclerosis lateral amiotrófica, qué enfermedad horrible y extraña. Después, con Carmelo ya dormido, volvemos hasta la puerta de mi edificio. Nunca es suficiente el tiempo. Nos sacamos una foto de despedida. Ahora de madrugada, y habiendo hablado con un amigo con el que me entiendo y a quién quiero mucho, comprendo que una ciudad sin crítica es una ciudad condenada al aburrimiento.

Martes. La feria, con muchísima gente buscando algo, que pueden ser libros, pero que todos sabemos que es otra cosa, otra cosa que, en realidad, no existe.

Más tarde. Le hice un ejercicio de cursivas a Carmelo. Me dice: “Qué mal escribís cursiva.” Yo: “Hace años que no escribo en cursiva.” Y es verdad.

Miércoles. Hablo con el doctor Rosé, que va a publicar su primera novela. Le digo que la mía, mi primera novela, salió hace veinte años ya. Es bastante.

Jueves. Marcos Apolo Benitez me invita a compartir una charla en el stand del Chaco. Acepto. Le propongo hablar de las formas de la novela. Intercambiamos muchos mensajes. ¿Por qué no se habla de eso hoy? El tema fue muy tratado entre novelistas, lectores y críticos en el siglo XX. Hoy casi no hay nada. Llegamos al stand y es tal el ruido de la gente que entra masivamente y los otros lugares donde tocan y se superponen músicas y charlas que es difícil hablar. Optamos por despachar todo rápido y nos vamos con Rosé a comer una pizza. Hablamos, ahí sí, más tranquilos de patologías y campo intelectual, los temas preferidos de la ciudad de Buenos Aires. Más tarde, rescato del desorden de mi biblioteca un Diderot que tiene El sobrino de Rameau y Jacques, el fatalista. Nunca terminé de leer el Jacques, pero lo vuelvo a empezar con el mismo entusiasmo que tenía en su momento. Llevo el libro de acá para allá como un amuleto. Se me ocurren muchas historias sobre un lector de Diderot en la Buenos Aires del siglo XXI, ese siglo que nunca empieza.