Lunes. Llegó el verano a Buenos Aires y volvió la izquierda a Bolivia. Por la tarde, veo Conspirancy Theory de 1997. Un Mel Gibson muy porteño, transformado en Jerry Fletcher, manejando un taxi por Nueva York y especulando con el sentido de todo y el valor de nada. Los colores, la ciudad, los personajes, los detalles, como la casa de paranoico profesional de Jerry, llena de recortes de diario y controles de seguridad, me parecen hermosos. En un momento Jerry pasa a buscar sus diarios del dia por el puesto de un negro que estuvo en Vietnam y está en silla de ruedas. Cuando sale el tema, Jerry le dice: ¿Sabías que la guerra de Vietnam se peleó por una apuesta que Aristóteles Onassis le ganó a Howard Hughes? La vi cuando salió hace más de veinte años y recordaba este diálogo con Soros y Lyndon B. Johnson. Cosas de la memoria y la sospecha, supongo.

Martes. Leo con muchas ganas La editorial Tor, medio siglo de libros populares de Carlos Abraham. Lo hago por recomendación de Robles, que lo está leyendo y me lo va comentando. Es un libro bastante único sobre muchos, muchísimos, otros libros. Un mensaje de Robles: “Creo que una de las razones por las que nos gustan los libros de Abraham es porque son sobre el siglo XX. Esa mezcla entre imaginación, literatura, la materialidad del papel y la cuestión mecánica de la imprenta, todo tan lejos de lo digital, pero tan parecido al mismo tiempo, me parece muy sugerente.”

Miércoles. La semana pasada vi una King Kong en Netflix que es Apocalipsis Now con un mono gigante. Me gustó. Iba a escribir que la guerra de Vietnam se cuenta con las canciones de la época, con esa banda de sonido. Pero, en realidad, es el cuatro cuartos del root rock sonando en las aspas del Bell UH y una forma de ecualizar la guitarra, esa ligera distorsión metálica en la pentatónica.

Jueves. Trabajo en un libro y me sale esta viñeta. Profesor de Filosofía y Letras. Entra a la clase. Se presenta. Presenta la materia que va a dar. Empieza a nombrar autores y libros. A cada nombre propio le agrega un comentario, una fecha, una anotación simple en el pizarrón. Con suerte, dejará de hacer alusiones generales y se referirá al programa de la materia. Si bien no habla mucho, su semblante proyecta al alumnado una sola idea. “Soy probo, soy serio. Ustedes pueden confiar en lo que yo digo, pero solo si son serios como yo, si no son impertinentes, si no laceran mi imagen, si no interrumpen mi porte. Deberán esforzarse para ser como yo, para poder decir como yo digo, y entonces todo va a ir bien y serán felices en mi felicidad que es la felicidad seria del conocimiento.” Desde luego ese hombre, que puede ser marxista, o lacaniano, o freudiano, o chomskiano, o nietzscheano, o lo que fuera, no es serio. Su cara es más bien ridícula, afectada. Solo se puede medir con esos alumnos que no son suyos, que ni siquiera son suyos, sino de una institución que los abarca y contiene a todos. Es probable que los alumnos ni siquiera sepan lo mínimo del curriculum del profesor. Apenas saben o se enteran ahí, en esa primera clase, de su nombre. Vista desde afuera, desde la calle o desde la imaginación, la escena devela toda su impostura. Esto es un arreglo entre docentes y alumnos, ambos necesarios impostores. Pero el docente lo es aún más porque sostiene hace mucho ese teatro del aula, esos modales, repitiendo las mismas ironías probadas, año tras año, enseñando los mismo libros, con las mismas poses, disfrutando las minimas variaciones como un cropófago remueve un pote de estiércol ya no tan fresco. Quizás lo más oprobioso sea que su conducta y su gestualidad de hombre probo, que emite con fuerza sobre los alumnos, está sostenida sobre una convicción que si es completa es tonta, hasta idiota, y si tiene fisuras es hipócrita. Los mejores docentes son los que van contra ese drama, contra esa forma de hablar que incluye un ritmo y un vocabulario, y hasta sintaxis. ¿Es posible aprender de estos docentes? Sí, desde ya. Se sabe que uno aprende más en la decepción que en el entusiasmo. Y observar toda esa carga de contradicciones vitales y letradas, que se esconden como una valija desproporcionadamente grande en un auto muy pequeño, puede ser tan aleccionador como los famosos “contenidos.” Los contenidos de esta materia… Heidegger preguntaría “¿por qué no empezamos por la forma?” Pero las formas de esos docentes, que muchas veces cristalizaron en los años 60, cuando los intelectuales eran la farándula, formas de vestir, de lucrar, de hablar, de citar, de humillarse y ser humillado, de fumar, de levantar la voz y de callar, de amar, o de ser indiferentes, esas formas, no deben ser evaluadas bajo ningún concepto porque eso implicaría arrebatarle la máscara al clown, pasarle la mano por la cara al payaso, confundiendo, en un amasijo de maquillaje, sus facciones con el cotillón. Luego desde ya, están los otros docentes, los que leen de forma esmerada, los que intentan comprender por qué están ahí, porque eso que está sucediendo sucede. Hay docentes que tienen una serie de respuestas claras y padecen los mismos problemas gnoseológicos que sus alumnos y no lo niegan. Pero son muy pocos. Y no pueden ser más. Son los que son. Entre los peores profesores bufos y estos buenos maestros hay una gran masa intermitente de afectados y mediocres. Así es la universidad en la que me tocó estudiar. No conozco otra. No sé si existe o si es posible otra universidad. Como dice Francisco: “Mejor no caer en esa miseria.”

Viernes. Jerry Fletcher de Mel Gibson tendría mucho trabajo con la cuarentena. Pasaría de una paranoia constante de baja intensidad a una casi vertiginosa. No recuerdo cómo se llamaba el pasquín que editaba pero sería quizás una buena literatura para esta época. Cuando Julia Roberts le pregunta cuántos suscriptores tiene, Jerry dice que son cinco. Y desde ya todos empiezan a morir.