Libros y Lecturas
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- Escrito por Juan Terranova
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Base Petrel. Jueves 15 de diciembre. Me despierto tarde. A las once bajo a la costa. Una vez más saco fotos, filmo. A la hora llega David caminando desde la casa principal. Me dice que hubo novedades, que hay orden de repliegue para nosotros. Nos parece raro. Caminamos a la largo de la costa hasta que se hace la hora de almorzar y empezamos a desandar camino. Yo le digo que no tengo problema en volver. Pero no soy enfático. (En mi interior la noticia me alegraba aunque también me hace replantearme algunas cuestiones.) Él me dice que se quiere quedar. Durante el almuerzo, el teniente general Sakamoto nos dice que a las tres y media nos viene a buscar el helicóptero.
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Jueves. Después de desayunar, no sé qué hacer, y terminamos saliendo con David hacia la costa. Es el mismo paisaje, casi la misma luz. Un sol prehistórico que fotografié sobre el oratorio. Me adelanté y me estaba aburriendo. Cuando David me alcanzó me dijo que fuéramos más cerca de la costa. La nieve se derretía y yo pensé que cerca del borde podía ser peligroso. ¿Qué pasaba si el hielo cedía y se desmoronaba? Pero el agua del mar se había retirado. Vimos un pequeño borde de un metro de hielo, o un poco más. Salté enseguida al lecho de piedra del mar que estaba seco o cruzado por pequeñas líneas de agua cristalina que hacía una música aguda y humana en tanto silencio. (El agua es humana en la Antártida, se mueve, canta, festeja nuestra presencia.) El mar se había ido con la marea pero miles de témpanos de todas las formas y tamaños había quedado ahí, armando un laberinto blanco.
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La tormenta sigue. Hace algunos años, Elmore Leonard escribió un decálogo de escritura. El primer punto es “Nunca empieces un libro hablando del clima” Me parece un excelente consejo. Pero ¿cómo no hablar del clima en la Antártida? Le pregunto al comandante de la base. ¿Cómo afecta este clima a la pista? Cuando termine la tormenta hay que sacar la nieve y seguir con el mantenimiento. En la meseta de Petrel, el suelo de piedra, tierra y arena es muy sensible al clima. Cambia el clima y cambia el suelo. Después del desayuno, el comandante reparte tareas. Como hay tormenta, se asignan tareas bajo techo. Se va a trabajar en el hangar, que se llenó de nieve, y en la usina. David quiere ir a la usina.
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El comandante de base y el encargado nos dan la bienvenida. En Petrel pasaron el invierno veinte hombres. Me los van presentando mientras descargan insumos y materiales de los helicópteros. La mayoría son del Ejército. Pero la base es conjunta así que hay personal de las tres armas. Los helicópteros levantan vuelo. Con dos motos de nieve nos llevan con la carga hasta la casa principal que está justo al lado de una morena. Recorremos la base con el encargado, un suboficial del arma de ingenieros. Hay un comedor para unas treinta personas con una mesa común, cuartos pequeños con cuatro camas, dos por pared, un baño común muy bueno, una cocina, un depósito, un gimnasio. El suboficial está orgulloso de lo que nos muestra. Llevamos nuestro equipaje a una habitación que compartimos con dos cabos. Me toca la cama de abajo. Almorzamos. Dormí dos horas en Rio Gallegos y dos horas, muy incomodo, en el avión. El viaje me cansó. Pero quiero salir. El comedor se vacía.
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Martes 14 de noviembre. Rio Gallegos. El vuelo está programado para las ocho. La cita para el desayuno es a las seis. El coronel y los ingenieros se levantan a las cinco. Me parece una exageración. Quiero seguir durmiendo pero la luz y el ruido no me dejan. La mayor parte de los pasajeros van a Marambio por el día. Viajan, están algunas horas, visitan la base y vuelven en el mismo avión que los llevó. Nosotros seguimos viaje.
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Miércoles 8. La salida se pospone. Pasa de mañana jueves al viernes. Misma hora. Viernes de Palomar a Río Gallegos, hacemos noche ahí y el sábado cruzamos a Marambio.
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Viernes. Ayer, llovió todo el día. De la mañana a la noche. Nos mojamos un poco cuando lo llevo a Carmelo al colegio. A la tarde, de vuelta, también nos mojamos. Siempre me mojo yo más que él. A la noche, secamos las zapatillas en la cocina. Él lo hace con alegría. Es buen compañero. Me habla de sus videojuegos. Muy pronto vamos a hablar de libros, de películas, de viajes, de ciudades y de música. Hoy, nublado pero sin lluvia. Lo llevo y notamos el tráfico del barrio cargado y enrarecido. Cuando vuelvo, la portera me dice que en Rivadavia chocaron dos colectivos, por eso las bocinas y los autos. (Las bocinas suenan todo el tiempo.) Agrega, enseguida, que chocó un 44 y otra línea de colectivo que no escucho. Después sí, con claridad: “La gente está muy loca, señor.” Y yo respondo: “Así es.” Mientras espero el ascensor, se escucha una sirena.
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Martes. Llegó la biblioteca. Como todo lo que se compra por internet, es más chica de lo que parecía. Para mis libros necesito al menos cinco más así. Pero no me desagrada. ¿Por qué escribimos? Es una buena pregunta. ¿Por qué, como especie, nos dedicamos a escribir? Hay una necesidad de comunicación. Pero ¿por qué escribimos libros? Cuando los robots puedan escribir por nosotros, igual vamos a seguir escribiendo. Y cuando nuestra especie se extinga, porque la muerte es una garantía para todo y para todos, los que queden, humanoides, androides, zombies o cyborgs, van a seguir escribiendo.
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Viernes. El lunes pasado perdí mis anteojos de leer en un colectivo. Me los puse en el bolsillo y se me resbalaron cuando me senté. (El pantalón es nuevo y sus bolsillos, grandes.) Necesito unos nuevos. El Hospital Italiano me ofrece turnos oftalmológicos para febrero. Estamos a fines de octubre. Son cinco meses de espera. Para ese momento el presidente de turno ya va a estar fracasando. (No, va a estar a la espera de que se inauguren las sesiones en el congreso.) Tomo un turno en febrero, sabiendo que antes voy a tener que ir a otro lado. También podría optar por cerrar los ojos y abrirlos para el carnaval.
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Jueves. 12 de octubre, día de la raza. Lo celebro con una copa de vino, brindando por el almirante Colón, que le mostró América al mundo. América es un invento de los italianos, del genovés y de Vespuccio, que puso el nombre, hizo el mapa y bautizó esta tierra.