Libros y Lecturas

Lunes. Mataron al embajador ruso en Turquía. Por la tarde, fui a nadar.

Lunes. La onerosa actividad de leer solo es compatible consigo misma. Nada es compatible con la actividad de leer. No lo es escribir, mirar, escuchar, ni mucho menos trabajar, ni dibujar, ni filmar, ni nadar, o correr, o caminar. Leer es un absoluto. Quizás esperar... En la espera uno lee. Y en la angustia siempre hay espera. Aunque lo contrario puede tener excepciones. No siempre la espera genera angustia, sobre todo si uno aprovecha ese tiempo para leer, por ejemplo, en un viaje en tren o en una sala de espera.

Sábado. Ayer, presentación del libro de Mavrakis, Houellebecq, una experiencia sensible. Vanoli leyó un breve texto muy preciso. Habló de los detractores y la pobreza de sus críticas. Yo dije que el libro de Mavrakis era una traducción al rioplatense de los libros y las teorías de Houellebecq y que por eso mismo, leído desde acá, era mejor que Houellebecq. Garcés citó de memoria pasajes de Las partículas elementales. Antes de eso conté una anécdota de amistad con Mavrakis. Es muy probable que en el futuro me dedique casi exclusivamente a contar anécdotas sobre Mavrakis.

Lunes. Los escritos de Satie me disgutan un poco. Los leo y repaso en la cama. Los recordaba más interesantes. Escribí hace años una breve reseña sobre Cuadernos de un mamífero. Mis lugares de lectura son tres. La cama, la computadora o el transporte público.

Sábado. Ya hace veinticuatro horas, quizás un poco más que no tengo fiebre. Me sigue doliendo la cabeza y sigo con mocos, pero al menos duermo bien. A la enfermedad propiamente dicha, llena de dolor y fragilidad, la sigue un estado de indeterminación, de convalecencia, podríamos decir, donde la mente vuelve a funcionar bastante bien -es una gran mejoría no sentir que el cerebro se fríe en una sartén-, pero el cuerpo todavía está lento. Antes me recuperaba de un gripe después de la segunda toma del antibiótico. ¿Qué es esto? ¿Una cepa bacteriana nueva? No, simplemente estoy más viejo. Y este diario, al que me aferré tantas veces intentando ordenar mi curiosidad y mi forma de acercarme a los libros y otras lecturas, ahora tuvo su parada en la distorsión de una infección en la garganta. Cursilería, compasión y piedad del enfermo aplicada a sí mismo.

Lunes. Un día ya de verano, lo cual me predispone bien. Compré libros, muchos. Paso un detalle: Ameghino. Ensayo sobre su vida y su obra de un tal Tasca Giordano Bruno. (¡Qué nombre!), A través de la Patagonia de Henry De La Vaulx, El problema de las generaciones literarias de Cambours Ocampo, Extractos de un diario (1908-1928) de Charles Du Bos, Los Maestros Cantores, poesía alemana medieval, bilingüe, Poderío de la novela de Eduardo Mallea. Hojeé el de Cambours Ocampo y tiene un comienzo prometedor: “Nada más esquemático que este libro -esquema de esquemas-; nada más peligroso que tratar de ubicar a escritores argentinos contemporáneos, y en muchos casos, a futuros escritores. Sabemos de memoria los riesgos que tiene esta nueva manera de ver e interpretar la historia literaria. Los argentinos estamos acostumbrados a escribir sobre las tumbas; a esperar que la muerte entregue sus fichas amarillas como una contraseña de la impunidad crítica; a no plantear el aquí y el ahora, a olvidarnos del presente y del futuro, por comodidad y cobardía.”

Lunes. Ayer llegué a San Pedro. Mi idea es leer y descansar. Ahora duermo sobre el agua, escucho la música dulce de los pantanos, melodía de la descomposición vegetal, de los reflejos nocturnos. El agua plácida de los pantanos. ¿Nunca fluye? Fluir, fluir, queremos que todo fluya siempre, que nada se quede. Pero los pantanos se resisten, prefieren la mugre, el silencio. Contra el sonido del mar, ¿la picaresca tibia de los pantanos? El pantano está en los libros subrayados, en las notas al margen, en la medianoche, en los hombres afables o taimados del litoral. El pantano es el laberinto perfecto. Más que el desierto de Borges, porque en el pantano el turista se hunde y en él, el príncipe mosquito recuerda resignado la prehistoria de los hombres cuando picaba los amargos tejidos de dinosaurios de pieles aceitadas. Leer también desde el pantano, entonces.

Domingo. Vivimos en una época de buenas intenciones con cero resultados, pero las buenas intenciones están. Me dicen que tengo pasta de suicida porque me puse a regar las plantas durante un asado en casa ajena.

Lunes. Leo cosas sobre las que no puedo escribir.

Hay mucho de Robbe-Grillet ahí, en Juan José Saer. También del existencialismo francés. Y eso lleva directamente al siglo XIX, a ese “gran siglo de la novela” que fue, visto desde Argentina, en buena medida francés con Stendhal, Balzac y Flaubert y un poco inglés también con Dickens. A Saer lo veo muy lector de Balzac, por ejemplo. De las ediciones populares de Balzac. Y obviamente está Faulkner. Un Faulkner muy bien leído, muy bien entendido, bien procesado, reescrito, ejercido, aplicado. La escena del joven Saer en un bar de la Santa Fe de la década del 60 leyendo las traducciones que hacía la Editorial Rueda de Faulkner y comprendiendo que eso también podía pasar ahí, en ese lugar, me parece reveladora y tierna. El joven Saer, aprendiz de escritor, el hijo de tenderos turcos que quería conquistar el mundo. A su manera lo logró.