Libros y Lecturas

Jueves. Llevo a Carmelo a natación. Lo llevo a Ferro, el club donde pasé parte de mi infancia. En vez de qudarme leyendo como siempre en la zona de los juegos, me voy a la farmacia y compro algunos comprimidos y una bolsa de agua caliente. Cuando vuelvo, leo la caja de cartón en la que viene la bolsa de agua caliente. No es la bolsa de goma, vintage, sino algo diferente que sirve para frio y calor. A partir de esa descripción y esas instrucciones de uso pienso un relato. Me tienta escribirlo. Pero sale Carmelo de la pileta y lo acompaño a los vestuarios. Le seco el pelo. Después caminamos por Caballito hasta Primera Junta y tomamos el subte por dos estaciones, Puan, Carabobo. Pienso que vivo y siempre viví en el barrio donde nací. Conozco todo. Todos los edificios, todos los lugares, las calles, el tren, los colectivos, las plazas, pero la gente siempre es diferente. Cada lugar tiene una memoria y una anécdota para mí. Las caras no, las caras son extrañas. Las caras son una invitación constante a la ficción.

Lunes. Pron viene a la ciudad y pasa a verme por Flores. Su intención era conocer el barrio de César Aira. Pero terminamos tomando una cerveza en el bar de Lautaro casi Rivadavia. Carmelo vino con nosotros. Pron nos regaló su libro de los sueños que tiene un troquelado en las tapas y Carmelo le mostró sus cartas de Fornite. (El intercambio fue amable y atento.) Hablamos de libros y de autores como siempre, y un poco de cómo se perdió la escena literaria en Buenos Aires. Mi hipótesis es que entre el macrismo y la epidemia cortaron todo.

Lunes. Abre la Feria del libro. Repercusiones del discurso de apertura que hizo Guillermo Saccomano. ¿Polémico? Y sí, un poco de trotskismo impúdico, un poco de marxismo de segunda, alcanzó para que la cosa vibre más de lo esperado. Me gustó que señalara que nadie guarda los discursos anteriores porque a la cámara del libro, la organizadora del evento, lo único que le importa es lucrar. Después rescato una frase: “¿Quiénes son los lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?” Conozco a esos lectores, yo soy uno de ellos. Los lectores del pancho y la coca. Nada de sofisticadas bibliotecas borgeanas, nada de ediciones antiguas. Malas traducciones, libros baratos, de saldo.

Viernes. De vuelta en Buenos Aires, mucho trabajo. Trabajo editorial, reuniones, plazos. No tengo tiempo para dedicarle a escribir. Robles me carga porque le dije que no podía escribir porque tenía que terminar un libro. Pero es así. Terminar no significa necesariamente escribir. Por otra parte, no se puede escribir si uno no está dispuesto a perder tiempo. Escribir es básicamente prepararse para perder el tiempo. Tengo una bolsa de libros que traje de Mar del Plata. Regalos, compras. Pasé por la librería Dublín, donde atiende Gabriel y hablamos de Bernhard. Me mostró una edición de Corrección que ponderó mucho, le pregunté cuánto salía y me dijo que era suya, que no la vendía. “Es de mi biblioteca” fue la respuesta. (Ahora miro los libros que compré acá y me acompañaron durante el viaje.)

Viernes Santo. Llegamos a Las Heras. Durante el día el clima es agradable. Por la noche hay que encender la chimenea porque la temperatura baja a diez grados. Miro el clima en Malvinas. Once grados. La comparación me gusta. En un punto me reconforta. La pregunta es ¿podríamos vivir allá? La respuesta siempre es la misma: sí, podríamos.

Lunes. Gogui respondiéndole a Mavrakis: “A caballo de Alemania cualquiera te hace una guerra.”

Viernes. Viajamos bien. Ruta 2 hasta Mar del Plata. Almorzamos mariscos en el puerto. Omar nos llevó a El timón donde lo conocen y lo estaban esperando. De ahí un último tramo a Necochea. Llegamos de tarde, pero Necochea sigue fiel a sí misma. Envejece, se descascara, se derrumba, sin haber llegado a ser lo que tenía que ser. O sea, transita su momento de decadencia sin pasar por un comprobable esplendor. Esto la hace una ciudad extremadamente atractiva. Hay ruinas, construcciones abandonadas y luego edificios altísimos, cuadrados, más o menos soviéticos, más o menos bien mantenidos. Todas las calles, tienen algo que recuerda a Lynch y a Twin Peaks. También a Edward Hooper. El ambiente siempre es fantasmal y opaco, incluso de día.

Lunes. No leo nada. O leo poco. Estoy atascado hace meses con una historia de la guerra de Argelia donde el autor parece contar siempre lo mismo con mínimas variaciones. (Como programa estético es bueno, como plan historiográfico la densidad termina con un lector inmovilizado.)

Lunes. Se acerca el 2 de abril y todos se acuerdan de Malvinas. Se cumplen cuarenta años de la guerra y los llamados son para pedir contactos, para organizar eventos, para pedir asesoramiento. Pero faltan quince días, y no todo se puede resolver en quince días. Menos una guerra que abonó una posguerra de casi cuarenta años. Mientras tanto, tuve que reiniciar mi cuenta de Wasap y perdí mucha información. No la agenda pero sí los grupos, y mucha información –notas, audios, imágenes– que guardaba de forma provisoria ahí. Es increíble, casi shockeante, como se expanden los medios digitales y el grado de simbiosis que logran con la vida del usuario. Pensé que no tenía nada nada en Wasap, un sistema de mensajería instantánea, que debería ser efímero, pero ahora me doy cuenta que tenía muchísimo ahí. Se había acumulado. ¿Qué hubiera pasado si perdía los contactos? La agenda se almacena en otro lugar del teléfono y se salvó. Si esto no hubiera sido así, me habría quedado aislado.

Lunes. Juan Blanco quería mi libro nuevo, y también el de Aira. (Es buen lector de Aira, no sé qué pensará de lo que escribí.) Está viviendo en el centro, así que teníamos que poner un punto de encuentro y se me ocurrió Pasteur y Corrientes. Nos encontramos y le propuse buscar el árbol y la placa de Juan Carlos Terranova, que murió en el atentado de la AMIA. Caminamos por la mano derecha de Pasteur desde Corrientes hasta Córdoba. Faltaban algunas placas. Otras estaban sucias, rotas o ilegibles.