(Columna publicada en Diario La Nación) La alquimia es una ciencia esotérica. Se la vincula, desde sus orígenes, a la transmutación de la materia. El principal objetivo de los primeros alquimistas era buscar la “piedra filosofal” para transformar cualquier metal en oro.

Se dice que los alquimistas son capaces de combinar elementos de la química, la metalurgia, la medicina, la astrología, la semiótica, el misticismo, el espiritualismo y al arte.

Como se sabe, Alberto Fernández nunca fue un líder carismático.

Tampoco se lo consideró un dirigente con votos.

Jamás prevaleció en su territorio, la ciudad de Buenos Aires. Ni siquiera posee una gran fortuna personal. Es decir: no tuvo los atributos clásicos para alcanzar el máximo cargo que puede ambicionar un político.

Pero Alberto Fernández, presidente electo, posee una cualidad muy particular. Una con la que reemplazó a todas las anteriores cosas juntas: es un gran alquimista del poder.

Repasamos su historia política más o menos reciente.

Con un poco de magia política por aquí, y otro poco por allá, se transformó, a partir de mayo de 2003, en el hombre más importante de la Argentina después del presidente Néstor Kirchner, quien, dicho sea de paso, fue el gran maestro de Alberto en las artes de acumular y mantenerse en el poder.

Lo de Néstor también fue alquimia. El entonces gobernador de Santa Cruz tenía muy pocas chances de transformarse en el candidato a presidente de Eduardo Duhalde. Había media docena de dirigentes con más potencial. Su nivel de conocimiento era bajísimo. Su intención de voto, mínima.

Pero Néstor lo logró, ejecutando los movimientos necesarios. Con pleno conocimiento de cómo se mueve el peronismo. Con jugadas astutas e inesperadas, que lo llevaron, de manera sorpresiva, a la presidencia de la Nación.

Quizá Alberto esté pensando ahora en transformarse en aquel Néstor. En la enorme acumulación de poder de un presidente débil que ganó con el 22 por ciento de los votos y sin segunda vuelta, debido a la renuncia de Carlos Menem. En cómo logró restituir la autoridad presidencial y capitalizar el crecimiento de la economía después del trabajo sucio que había hecho Jorge Remes Lenicov durante la accidentada administración de Eduardo Duhalde.

Cómo se recordará, Alberto acompañó a Néstor durante toda la gestión. También fue jefe de Gabinete de Cristina Fernández hasta julio de 2008, cuando sintió que ya no podía mezclar con éxito los distintos elementos explosivos que constituían la química del poder en la Argentina.

A partir de ese momento, el ahora presidente electo intentó mezclar diferentes elementos. Probó con todas las fórmulas posibles. Pero siempre sin Cristina, la líder carismática, autoritaria, prepotente, pero con votos propios y miles de militantes incondicionales.

Alberto probó con Daniel Scioli, pero no le funcionó.

Más tarde se transformó en el jefe de campaña de Sergio Massa, pero tampoco alcanzó el objetivo.

Entonces creyó ver en Florencio Randazzo, el retorno del peronismo sin Cristina. El resultado fue el mismo: buena imagen, pocos votos.

Al final, como buen alquimista del poder, Alberto comprendió, después de tantos experimentos fallidos, que sin Cristina jamás podría transformar “la materia en oro”.

Entonces convocó a su laboratorio político a un reducido grupo de dirigentes y sentenció:

“Con Cristina sola no alcanza. Pero sin Cristina tampoco vamos a poder”.

La decisión podía lucir forzada, pero era la única posible: hacer borrón y cuenta nueva, ir todos los peronistas juntos y ganarle a Mauricio Macri en primera vuelta.

La política económica del gobierno saliente le facilitó el trabajo de una manera notable.

También se lo facilitaron los estrategas de la campaña de Juntos por el Cambio, Marcos Peña y Jaime Durán Barba, quienes fueron rechazando, una por una, las recetas que les proponían para ganar, aunque sea con fórcep. Desde sumar a Sergio Massa hasta adelantar las elecciones en la provincia de Buenos Aires pasando por ejecutar el Plan B, con María Eugenia Vidal como candidata a presidente en el lugar del propio Macri.

Pero hay, en la historia de cómo Alberto, el alquimista, llegó a la presidencia, una anécdota que todavía nadie escribió.

Un fallido intento de Cristina para presentarse una vez más como candidata a presidente y ofrecerle a Massa la gobernación de la provincia de Buenos Aires y su inclusión en el mismo espacio político. El proyecto no se transformó en realidad porque Massa dijo que no.

O, para decirlo de otra manera, con el diario del lunes: fue otra vez Massa, como durante las elecciones legislativas de 2013, quien impidió a Cristina asumir un tercer mandato como presidenta, entre tantos acuerdos y desacuerdos de palacio.

Este es el cóctel político que terminó llevando a Alberto Fernández a la presidencia de la Nación.

Y, por supuesto, como siempre pasa con las buenas jugadas políticas, casi nadie lo vio venir.

Al final, el sábado 18 de mayo, pocos meses antes de las PASO del 11 de agosto, Cristina lo “eligió” como su candidato a presidente de la Nación.

Y no solo eso.

Desde ese día, también, se instaló la idea, en el denominado “círculo rojo”, de que Cristina no influirá en ninguna de sus decisiones, porque los problemas de salud de Florencia la pondrán fuera del día a día a lo largo de largos meses. Incluso años.

También se instaló la idea de un pacto secreto: que Alberto cambió su nominación por la garantía de que hará todo lo posible, y todavía más, para que Cristina logre impunidad. Pero no se trató de un pacto secreto. Es más bien un compromiso que el presidente electo renueva cada vez que habla de asuntos judiciales. Y no solo incluye la impunidad de Cristina. También la imposición dialéctica de la hipótesis del lawfare. Es decir: la delirante pero atractiva idea de que como a los líderes progresistas no los pueden combatir con golpes de estado clásicos, como los de la dictadura militar de 1976, lo hacen a través de acusaciones falsas y causas judiciales que no tienen ni pies ni cabeza.

La sobreactuación de Alberto como líder regional de los países de Latinoamérica que condenan el golpe de Estado a Evo Morales, la aceptación de un reportaje del ex presidente de Ecuador, Rafael Correa y la negativa a caracterizar a Venezuela como una dictadura, responden, en primer lugar, a ese compromiso con Cristina. Pero se explican, también, como la gran enseñanza que le dejó Néstor Kirchner para gobernar una sociedad tan particular como la Argentina: hablar como si fuera un líder revolucionario, pero manejar la economía con la libretita del almacenero para que no salga más platita de la que tiene que entrar. 
Esto implica, por supuesto, seguir ejerciendo la oposición dialéctica contra Macri, pero ahora desde el poder, caracterizándolo como el peor gobierno de la historia durante mucho, mucho tiempo: el tiempo que tarde en recuperarse la economía. E implicará también varios toques se alquimia. Muy efectistas. Del estilo de la baja del cuadro del dictador Jorge Rafael Videla del Colegio Militar.

El contraste entre la cara de alivio que tenía Macri cuando lo recibió horas después de las últimas elecciones y el semblante de suma preocupación de Alberto se explica porque el presidente electo no come vidrio. Ya sabe e intuye que esto será muy distinto a mayo de 2003. El precio récord de la soja ya no está. El disciplinamiento posterior al que se vayan todos tampoco. Ahora, lo que hay, es mucha impaciencia. Mucha. Y poca plata para repartir. Muy poca.

Ojalá que Alberto use algo de la alquimia que utilizó para llegar al poder en su tarea de gobierno. Ojalá encuentre la piedra filosofal para “poner de pie” a la Argentina. Porque será más difícil que ganarle a Macri.