(Columna publicada en Diario La Nación) El dictamen del fiscal Gerardo Pollicita contra Cristina Fernández no es uno más: podría ser el principio de una serie que termine con la ex presidenta a las puertas de la cárcel.

De hecho, Pollicita y su compañero Ignacio Mahiques piensan acusarla de nuevo, dentro de poco, en el marco de la causa Hotesur por los contratos de las habitaciones del hotel Alto Calafate para el personal de Aerolíneas, y probablemente antes de fin de año la indaguen otra vez, y eventualmente la procesen, como la jefa de una asociación ilícita. No es una pena cualquiera. Se trata de un delito que, en principio y dependiendo de su situación procesal en otras causas, no sería excarcelable.

Cristina Fernández, por supuesto, no ignora la tormenta perfecta que se cierne sobre ella. El grupo de abogados que la defiende trabaja contra reloj para obtener la nulidad de varias causas y al mismo tiempo esconder el dinero de su patrimonio que la ex jefa del Estado habría cedido de manera fraudulenta a sus hijos, Máximo y Florencia, en el marco del embargo y la inhibición de bienes que dispuso el juez Claudio Bonadio. La denominada "insolvencia fraudulenta", los múltiples intentos de recusación contra los jueces que la investigan con argumentos y evidencias en la mano, la catarata de tuits y las largas y egocéntricas cartas en Facebook son sólo la parte pública de su defensa desesperada. La otra, como se está empezando a ver con claridad, es su liderazgo evidente como la responsable de la conspiración que opera para amargarle la vida al presidente Mauricio Macri y así lograr el objetivo de que llegue a las elecciones de medio término con la lengua afuera. O para decirlo de una manera más clara y sencilla: para convertirlo en un líder débil, Fernando de la Rúa, con el fin de erigirse, al final del camino, como la jefa de la oposición y eventual sucesora en un contexto de crisis económica y social y de violencia política.

A la violencia política no hace falta pronosticarla. Está sucediendo. Los piedrazos en la camioneta de Macri, el viernes pasado, en un barrio carenciado de Mar del Plata, el cronograma de agresiones in situ programadas que aparece en el sitio Resistiendo con Aguante, las declaraciones de Hebe de Bonafini y de Fernando Esteche, entre otros, y las bravuconadas de Guillermo Moreno suenan como tambores de guerra para una parte de la militancia. La pasividad zen del Ministerio de Seguridad no es responsabilidad de Patricia Bullrich. Es producto de la orden política que emana del propio Macri. El Presidente no quiere pisar el palito ante las "maniobras de provocación". Tampoco desea salir en los diarios por haber "reprimido" a un par de "loquitos" que "tiraron un ladrillo y cuatro piedras". Sin embargo, hay un margen imperceptible entre la paciencia y la debilidad política. ¿Qué les habría pasado en cualquier país civilizado a quienes arrojaran piedras y cascotes a un jefe de Estado? Estarían detenidos y nadie habría puesto el grito en el cielo por eso, sería el estricto cumplimiento de la ley.

Algo parecido, aunque de otra naturaleza, está sucediendo con los aumentos de las boletas de luz y de gas. Hoy la Corte Suprema, en un fallo unánime para algunos aspectos y muy discutido para otros, terminó conciliando la facultad del Poder Ejecutivo para fijar las tarifas con el derecho de los consumidores a pagar un valor razonable y el cumplimiento de los procedimientos legales previos, antes de tomar la decisión. La pregunta es por qué el Gobierno no concientizó antes a la opinión pública sobre los verdaderos alcances de los incrementos. Cerca del ala política del Presidente, aseguran que no querían hacer hincapié en la bomba de tiempo del sistema energético que les dejó el anterior gobierno, para no pelearse con los gobernadores y los diputados y senadores peronistas. Sin embargo, terminaron señalando a Julio De Vido como el responsable del déficit energético.

Hombres que manejan la comunicación oficial explicaron que la carencia de explicaciones formó parte de la estrategia de no dar malas noticias antes de tiempo, cuando el Gobierno recién había asumido. El grupo de los técnicos, en el que se encuentran el ministro Juan José Aranguren y los vicejefes de gabinete Mario Quintana y Gustavo Lopetegui, nunca dudó en aumentar lo máximo posible y de una sola vez. Apostaron a que la bronca duraría sólo un par de semanas. Lo que no es aleatorio es por qué tardaron tanto en explicar, por ejemplo, que entre el 75 y el 85% de los usuarios ya pagó las facturas de mayo y de junio y que más del 70% de las tarifas de gas y de luz de julio no supera los 500 pesos. Lopetegui me dijo que el 30% de los clientes ya estaba abonando la tarifa social. ¿Quiere decir que todo este alboroto se reduce a un muy bajo porcentaje de usuarios que están pagando cifras exorbitantes e injustificadas y que se podría remediar más temprano que tarde? Si fuera así, la crítica a la administración debería ser más dura todavía: porque le regalaron a la oposición, y en especial a los "sectarios" del Frente para la Victoria, la posibilidad de generar la percepción de que Macri gobierna para los ricos y experimenta cierto placer en perjudicar a los pobres.

Algunos analistas tradicionales sostienen que ni el Presidente ni el Gobierno se deberían "victimizar" por las escaramuzas callejeras que lo tuvieron como blanco. Al contrario, me parece que lo que no se debería subestimar es el objetivo de Cristina y sus seguidores más fanatizados. Ella sabe, y lo sugirió más de una vez, que si la inflación baja, la economía repunta y Cambiemos gana las elecciones de medio término, el año que viene, no sólo Macri podría aspirar a la reelección. Además su futuro y el de sus hijos podría transformarse en una pesadilla. Por eso está tan interesada en no dejar que Macri gobierne en paz.