Verano argentino, invierno chino. Me parece que fue hace mucho tiempo, pero solo han pasado dos meses y medio. Volaba hacia un destino de vacaciones en el norte del país, y en el tiempo ocioso en el vuelo decidí leer el diario en papel que me habían regalado al embarcar. Lo leí casi completo: me enganché con la lectura y no paré hasta las columnas de opinión de la contratapa. Sin embargo solo recuerdo dos artículos: las extensas crónicas de las primeras páginas sobre la epidemia que azotaba a la ciudad de Wuhan en China.

Tengo grabadas en mi memoria las fotos aéreas de una ciudad fantasma en cuarentena y la historia de un entrevistado que describía su padecimiento al haberse contagiado de Coronavirus. Según relataba en su testimonio, por la falta de transporte había tenido que caminar varios kilómetros para lograr llegar a un hospital, al que no pudo ingresar por falta de personal y espacio disponible. Todo el texto era muy impactante, pero lo leí como algo muy lejano, como muchas de las noticias que llegan de la distante China.

En aquel momento era inimaginable para mí que luego de un poco más de dos meses, comenzaría en toda Argentina una cuarentena obligatoria (que ya lleva 43 días) para evitar el contagio generalizado de ese extraño virus de Wuhan. En febrero en Argentina era verano y en China era invierno.

Pandemia y cuarentena.

El virus atravesó las fronteras de China muy rápido. Y en pocas semanas generó una verdadera emergencia sanitaria en Italia, que se convirtió en el epicentro de la epidemia. Luego pasó lo mismo en España y más tarde en Estados Unidos.

En Argentina el primer caso importado se confirmó el 3 de marzo. El contagiado era un argentino de 43 años que había vuelto de Italia.

Pocos días después desde Europa comenzaron a llegar noticias, que todos mirábamos por la televisión, y que exponían un colapso sanitario en el norte de Italia, con decenas de miles de enfermos que el sistema de salud no podía contener, y miles de muertos. Las postales y crónicas eran desoladoras.

Para evitar esas terribles y potenciales consecuencias en el país, el presidente Alberto Fernández, aconsejado por un grupo de epidemiólogos, decidió adelantarse a los hechos y decretar una cuarentena en todo el territorio.

Así fue como el día 18 de marzo, comencé el confinamiento, con mi compañera, mi hijo y mi perro. Desde esa fecha solo salí una vez por semana para ir al supermercado, a la carnicería, la verdulería, y en dos oportunidades, al cajero del banco.

Debo decir que en esas dos primeras semanas mis salidas a la calle me generaron solo un moderado estrés. Una sensación que incluso me resultó extraña, ya que caminar y andar en bicicleta por la ciudad, son dos de mis actividades favoritas.

Hasta ese momento, los nervios estuvieron acompañados por algo de mística. Los barbijos (no obligatoros en esa primera etapa), los anteojos, los cuidados varios, o los guantes; todo formaba parte de un operativo que tenía ingredientes cinematográficos y de aventura extraordinaria.

Además cada vez que salía pensaba que todo esto iba a pasar rápido y sin mayores conflictos, un par de semanas a lo sumo, tal como fue con la gripe A. En aquel año en algo más de un mes, todo volvió a la normalidad gracias a una terapéutica efectiva, y luego la vacuna.

Verano congelado.

El confinamiento comenzó cuando solo faltaban tres días para el comienzo del otoño. Por lo tanto mis últimos paseos por la ciudad de manera relajada fueron en esas jornadas de fin de estación.

Al cabo de tres semanas de cuarentena, mis salidas dejaron de tener esa mística aventurera de los primeros días, y se convirtieron en recorridos muy poco agradables, y con estrictos objetivos a cumplir. La curva de contagios aumentaba en el país, y las recomendaciones desde todos los rincones del mundo decían: quédense en sus casas.

El aislamiento social de Argentina ha sido elogiado por otros países por sus efectivos resultados: el pico aún no ha llegado, y por ahora no se relevaron contagios masivos cómo en países como Italia o España. Sin embargo y al margen de eso, la peligrosidad sigue latente.

Igual o peor que el primer día de la cuarentena, nada ha cambiado para bien. Porque el coronavirus ya circula por la ciudad de Buenos Aires, se multiplican los casos y fallecimientos, y el pico que no llegó, es un enemigo oculto que puede estar a la vuelta de la esquina.

En las vísperas de pascuas, salí a comprar al supermercado y me impactó la soledad de las calles de Palermo, mi barrio. En días comunes suele tener mucho tráfico de autos, innumerables personas que transitan, y un clima festivo durante los fines de semana. En el mediodía de aquel día todo era quietud y silencio.

Al salir de mi casa descubrí que en la valla de un edificio en construcción justo en la vereda de enfrente de mi puerta, y obviamente sin actividad, permanecía un gran cartel de publicidad de una obra de teatro. Fue estampado en el mes de enero, y en innumerables oportunidades al verlo pensé que la quería ir a ver ( aunque no llegué a ir). Roly Serrano y Carolina Papaleo, los protagonistas de la pieza, aún están allí sonrientes en el cartel. Los colores han perdido fuerza después de varios meses de sol y lluvias. Han quedado congelados en esa imagen, igual que el verano que ya no está, y el país en cuarentena.

Trabajo y luego el techo

Al igual que los trabajadores de la salud, el transporte público o los supermercados, durante la cuarentena he tenido mucho trabajo. En mi casa, y sin los inmensos riesgos a los que se exponen los antes mencionados, pero con gran sacrificio.

A mi labor periodística y en la edición de contenidos, que hago desde hace años en mi casa, se sumó toda la actividad docente que desarrollo en diferentes universidades, y que en esta situación se trasladó a mi hogar.

¿Y por qué ha sido tan sacrificado? Porque todo lo que tengo preparado para la experiencia presencial, tuve que transformarlo para la conexión virtual. Una tarea ardua y demandante que trajo el aula al living de mi casa, y que se mezcló con los ladridos de mi perro, las caídas de internet, o el uso compartido de la computadora, con mi compañera y también con mi hijo, que necesita avanzar con el ciclo de séptimo grado.

En pocas semanas, la situación me llevó a conocer de manera intensiva lo bueno y lo malo de la educación a distancia. Las diferencias entre ambas son inmensas y muy extensas para detallar aquí. Sin embargo, y en el marco de esta situación, debo decir que en gran medida hoy extraño el encuentro y el diálogo que se genera en el aula, la posibilidad de descubrir la diversidad de intereses y características del alumnado (imposible de lograr a distancia), y por supuesto, el café con colegas profesores en el recreo.

También extraño el recorrido hacia mi casa a la salida de la universidad, que podía ser una larga caminata, un trayecto en transporte público o un viaje en mi auto. Eso es algo que me hace falta y que el “jomofis” no permite de ninguna manera.

En búsqueda de esos espacios de distracción luego del trabajo (o en los fines de semana), ha tenido un rol especial mi pequeña terracita; y también el techo del PH, cuando quería extenderme más allá de mi perspectiva.

En compañía de mi perro Roque, y de varios gatos de tejados cercanos, esa ha sido la instancia para mirar el cielo y sentir el aire fresco; pero también para hacer llamadas telefónicas (a familiares o amigos), leer algún libro y escuchar la radio (AM, FM y podcasts).

Al margen de estás apreciaciones, agradezco en este tiempo haber podido seguir con mi trabajo. Hay mucha gente a la que la cuarentena le ha impedido trabajar, y se ha quedado sin ningún ingreso.

Amargura y encierro

Uno de los momentos más difíciles desde que comenzó la cuarentena, surgió con la noticia sobre un súbito problema de salud de un amigo de toda la vida. Un llamado de otro amigo un sábado por la tarde me informó sobre la internación y sobre la posible operación. Todo fue muy veloz. Y un verdadero tsunami de hechos inesperados.

La cuarentena impidió que pudiese acercarme a la clínica, para estar, acompañar, preguntar. Todo lo seguí a distancia, a partir de mensajes de texto, de audio y llamadas telefónicas.

Momentos especiales y sueños por cumplir

Por último, quiero hablar de los buenos momentos que me ha ofrecido la cuarentena. En mi casa y cada vez que pudimos, buscamos que haya espacio para las veladas especiales. Té con torta casera, cena con mesa y platos de fiesta o incluso un café tranquilo con el mejor jazz.

La pandemia ha expuesto todas las carencias y miserias del sistema. Hay personas que no han podido mantener la cuarentena porque no tienen dónde ni cómo. Por eso cuando las ciudades vuelvan a funcionar, todos soñamos con que todo vuelva a ser igual que antes, pero también mejor que antes.

Con más opciones para los que no las tienen. Y con una conciencia mayor sobre las necesidades de todos, y también las del planeta.

Para volver a caminar tranquilos por las calles y las avenidas. Disfrutar de recorridos urbanos en bicicleta. Volver a los cafés, a los teatros, a los cines, a las plazas. Con los chicos y chicas otra vez en las aulas. Con la posibilidad de trabajar. Y encontrarnos otra vez con amigos y familiares.

Esto no terminó ni se sabe cuándo va a terminar.

Por delante nos esperan barbijos, distancias, y todo tipo de cuidados. Sin embargo soñemos con chocarnos con la gente y abrazarnos otra vez. Y darnos las manos.

Todas las manos que sea posible.