Cuando uno está de viaje suele observar cosas o detalles que no se ven a simple vista. Porque se pone mayor atención en el recorrido, y también porque en un lugar desconocido estamos obligados a reconocer todo lo nuevo que nos rodea, para no perdernos. En parte es por esa razón que durante los viajes nos suelen ocurrir cosas raras o a lo sumo inesperadas.En realidad la vida está llena de rarezas y cosas inexplicables. Lo que pasa es que la velocidad de los hechos en la ciudad o la monotonía de la rutina diaria minimizan las posibilidades de ver aquello que es confuso o dudoso.

La certeza de la rareza de la vida me la confirmó una tarde mi papá cuando era adolescente. Pintábamos juntos un bote en la costanera de un río, cuando de manera súbita aparecieron grandes nubes oscuras y lluvia en el horizonte. En pocos minutos, en el cielo se observó un enorme arco iris, que se podía ver casi sobre nuestras cabezas. El cambio de clima y luminosidad fue muy brusco.

“Qué raro como ocurrió todo, no?”, le dije en voz baja a mi padre, casi hipnotizado por el espectáculo de colores que ofrecía el cielo. “Y, si”, me respondió enseguida. E inmediatamente siguió: “todo es muy raro. O no te parece súper extraño que debajo de la frente tengamos dos bolitas de gelatina que nos permiten ver”. El comentario de mi papá, un médico traumatólogo agnóstico y aficionado a la música, me hizo pensar en aquel momento. Y todavía hoy, varias décadas después, me re suena en la mente. Vivimos en un mundo extraño y nosotros mismos somos seres inexplicables.

Hace algunos días regresé de un viaje familiar por el norte argentino, lugar al que ya había ido hace unos 20 años. Y aunque no esperaba encontrar nada fuera de lo común en ese recorrido, otra vez la extrañeza se presentó ante mis ojos; y yo tuve el tiempo y la energía para apreciarla y analizarla.

El cóndor

El primer acontecimiento se relaciona con la naturaleza y ocurrió en la mitad del viaje hacia Cachi, un pequeño pueblo ubicado a 2500 metros de altura en los Valles Calchaquíes. Para llegar hasta ese lugar, y aunque está solo a 160 kilómetros de Salta capital, hay que realizar un viaje de más tres horas por caminos de cuesta. Todo el recorrido es de gran belleza y en el andar zigazgueante se pueden apreciar quebradas, altas cumbres y laderas marrones, verdes y negras. Éstas últimas son de ese color por estar conformadas por cenizas volcánicas, que se destacan al lado de la exuberante vegetación.

Estábamos en una combi turística que manejaba un simpático chofer llamado Sixto; a mitad de camino hacia el destino esperado, y como se debe repetir en cada excursión diaria, detuvo el vehículo en el mirador de la Cuesta del Obispo. Un lugar imponente y con vistas interminables. Antes de arribar al lugar, el locuaz conductor afirmó que aunque no es lo más común, durante éstas paradas en algunas ocasiones aparecía algún cóndor en lo alto y en vuelo majestuoso.

Todo siguió el curso turístico habitual en un día de sol y cielo de celeste pleno. Varios vehículos, diferentes contingentes, algunos vendedores de artesanías, la maravillosa vista, y las fotografías de ocasión. Selfies, panorámicas y otras.

Habían pasado unos 10 minutos, ya estaba por regresar a la combi, cuando una mujer morruda y mayor, que se ayudaba con un bastón de trípode, comenzó a gritar. “Un cóndor, un cóndor, un cóndor!”. Por el tono del grito, casi de catástrofe, en un primer momento solo miré hacia la mujer, de la que recuerdo que tenía el pelo de un color caoba furioso. Unos segundos después, entonces sí miré hacia arriba y ahí lo ví: un inmenso cóndor que volaba muy cerca, a unos 100 metros de nuestras cabezas. Y llamaba mucho la atención por su vuelo en círculos, del lado contrario a la cuesta.

Lo llamé a mi hijo, que aún sacaba selfies a unos metros, y le comenté sobre esa presencia, para que no se pierda de sacar fotos del mayor exponente de las aves en la cordillera. El transitar del gran ejemplar alado era imponente. Yo también tomé mi celular y comencé a disparar hacia arriba. Una y otra vez enfoqué hacia el cielo con esperanzas de captar el momento justo del paso. Estaba feliz de ser testigo de la misteriosa travesía de aquel inmenso cóndor.

Luego arriba de la combi, en una mirada rápida de las fotos, noté que no lo había logrado. En las imágenes, no se veía ningún cóndor. Pero se veía algo más. ¿Qué era eso que se veía de manera confusa?

¿Un Ovni?

La combi siguió su recorrido hacia Cachi y en un altiplano otra especie de la naturaleza tomó protagonismo: los cactus. Son enormes: pueden medir 2, 3 y 4 metros. Y según explicó Sixto, crecen dos centímetros por año. Es decir que esos exponentes podían tener 100, 200 o 300 años de vida. El conductor recordó que en tiempos de la guerra de la independencia, los patriotas en alguna ocasión disfrazaron con ponchos y sombreros a muchos cactus, para confundir a los realistas y para que crean que los ejércitos independentistas habían recibido refuerzos. “Soldados de la patria”, dijo que les decían también a los cactus.

Ya faltaba poco para llegar a Cachi cuando Sixto comentó que en esa localidad mucha gente había visto ovnis. Objetos voladores desconocidos o luces en el cielo diurno y nocturno. Incluso comentó que algunos lugareños han afirmado haber visto merodear por la zona a unos enanos de color plateado. Mencionó también el nombre de un tal Antonio Zuleta, que según dijo, vivía en aquella localidad y fue consultado hasta por la NASA sobre las extrañas observaciones que ha experimentado y registrado a lo largo de los años. Más tarde al googlear desde mi celular, descubrí que Zuleta fue protagonista de una película documental sobre la temática.

La parada en Cachi fue muy agradable: empanadas salteñas de almuerzo, el paseo por los edificios coloniales y la iglesia, coplas de una lugareña en la plaza, caminata urbana en las alturas y aire puro y relajante. Dos horas después debíamos emprender el regreso.

Con todo el contingente de turistas en la combi, y antes de sentarse en frente del volante, Sixto nos dijo que en el almuerzo con otros choferes, se comentaba que en el momento en el que estábamos en la Cuesta del Obispo, había aparecido un ovni, o un plato volador o una luz que se movía en el cielo celeste. Todos escuchamos con atención, varios rieron, y a los pocos minutos había comenzado la marcha para retornar a Salta.

Ya había pasado un rato de camino, mi familia al igual que muchos turistas que habían almorzado pesado, dormían tranquilos mientras el vehículo zigzagueaba en el camino serpenteante. Fue en ese momento cuando volví a mira las fotos. Una captó mi atención.

En una de esas imágenes que había tomado para intentar congelar el paso del cóndor, instante que no logré captar, se veía el camino, el inmenso cielo azul y también un redondel de textura brillante y porosa. ¿Era un ovni? ¿Era el objeto del que hablaban los choferes? ¿Volaba el cóndor en torno de un plato volador? ¿Por qué salió en la foto pero no lo pudimos ver en el momento?

Según consulté, el redondel podría ser un reflejo del sol, que se imprimió en la imagen por el ángulo de la toma hacia el cielo. Sin embargo, la coincidencia con los dichos de lo lugareños y el vuelo misterioso del cóndor me hacen dudar. ¿Habré estado cerca de una nave extraterrestre? Nunca lo voy a saber. Y en verdad creo que no lo quiero saber.

El sicario

Termino éste relato con otro hecho en otra provincia, pero que fue parte del mismo viaje, y que también me generó impresión e inquietud. Fue unos días después, ya en la provincia de Jujuy, y luego de un agotador viaje bajo la lluvia, a las Salinas Grandes por la cuesta de Lipán (en ésta oportunidad manejaba un auto alquilado). Cabe decir que tanto el recorrido de la cuesta como las salinas, son lugares increíbles, y tal vez los que más me han gustado en todo el
viaje, además de Cachi.

Al regreso de esa excursión, me dirigía rumbo a las cabañas donde nos hospedábamos, cuando por desconocer el extenso titilar del amarillo de los semáforos locales, paré antes de tiempo. Al detenerme, un auto que venía detrás mío, mucho más rápido, frenó de manera brusca y me tocó la bocina de manera violenta y agresiva. Su accionar hizo que avance hasta la cuadra siguiente en donde me detuve frente a un supermercado.

Yo estaba a punto de bajar del vehículo, cuando el auto que casi me choca se acercó al mío. Un hombre de unos 40 años con la ventanilla baja y desde el asiento del acompañante me dijo: “Te tendría que matar por esa frenada. Yo soy sicario de (dijo un país latinoamericano, una ciudad y una persona, aunque no los menciono por si en verdad lo era). Y no tendría ningún problema de hacerlo”. Cerró la ventanilla y se fue. Yo no tuve espacio para decir nada, y sus dichos me congelaron.

Lo que más me llamó la atención del hecho fue la frialdad y la tranquilidad con la que pronunció la amenaza de muerte. Era todo lo contrario a una calentura callejera. Por supuesto que el hecho me inquietó a mí y a mi familia. Quedamos muy asustados, y hasta pensamos en abandonar la ciudad a la mañana siguiente.

Pensábamos con mi compañera: ¿qué podría pasar si me lo volvía a encontrar por las calles de ese barrio en el que parábamos? ¿qué pasaría si en su andar el sicario encontraba estacionado mi auto que era muy notorio por los calcos de la casa de alquiler? Con el pasar de las horas nos tranquilizamos y al otro día seguimos con nuestro recorrido. Sin embargo, aún pienso que tal vez en efecto era o había sido un sicario, y que las consecuencias hubiesen sido otras sí hubiese existido un mínimo roce de carrocerías.

Éste último episodio me hizo pensar en la violencia y en el miedo que caracteriza a nuestros días. Hechos insignificantes pueden tener consecuencias inesperadas. Y somos frágiles frente a ese mundo que nos rodea, y también de cara al universo desconocido y la naturaleza.

Sin embargo, ahí estamos agarrados de las manos, con nuestras bolitas de gelatina debajo de nuestra frente para ver los rincones de nuestro maravilloso planeta: los paisajes increíbles, lo cotidiano, y lo que no podemos comprender pero está ahí.  El mundo, nosotros y mucho de lo que observamos es inexplicable. Pero así son las cosas y aquí estamos para apreciarlo hasta la emoción.