He sido un entusiasta aficionado a la fotografía cuando era chico ya hace mucho tiempo atrás. Mi primera cámara la tuve a los 11 o 12 años y en la adolescencia asistí a muchos cursos y seminarios para perfeccionar técnicas. En esos años de máquinas con rollos, lentes y costosos servicios de revelado, el método debía ser más preciso y la búsqueda de una imagen lograda, un objetivo complicado y azaroso. Sin embargo, más allá de esos escollos, disfrutaba mucho de paseos, viajes o recorridos con el solo objetivo de sacar fotos.
En la juventud durante y después de la universidad, esa afición que tanto disfrutaba perdió fuerza, en especial porque ya en actividad en el periodismo, comencé a enfocarme en la producción de contenidos y en la escritura de textos. En aquellos años en los medios las fotos las tomaban solo los fotógrafos. Y así me tocó realizar innumerables notas acompañado de los fotógrafos, que eran los profesionales de la imagen; y a su vez el principal compañero del periodista en territorio.
Casas de famosos, recitales de rock, estadios deportivos, barcos, canales de TV, teatros, dependencias judiciales u organismos políticos son algunos de los muchos sitios que a fines de los 90 y principios de los 2000 recorrí en compañía de los fotógrafos.
Un hecho puntual que me alejó aún más de la fotografía fue el robo de mi querida cámara reflex Minolta en un viaje a la costa. En los 2000 con la llegada de las digitales, y mi primera compacta Canon de esas características, pensé que la pasión volvería. Sin embargo no fue así. Lo mismo ocurrió con los primeros celulares con cámara. Era una buena experiencia sacar fotos con los dispositivos, pero no llegaba de ninguna manera a aquella vivencia que experimentaba antes con las hoy olvidadas cámaras de rollo.
Pero en algún momento eso cambió. Desde hace un par de años, mi pasión por la fotografía retornó. Mi celular Moto G4 plus, además de ser una caja mágica de comunicación, producción e información, también es una regia cámara de fotos. Una herramienta de bolsillo que me permite en todo momento congelar instantes. En esa búsqueda suelo sacar fotos en las calles, en el interior de lugares que visito, de la gente que camina, de los paisajes; y por supuesto me tomo muchas selfies en encuentros y reuniones. Y disfruto de la misma manera fotografiar ámbitos desconocidos, pero también los conocidos que cada día cambian.
Mi búsqueda de imágenes aparece en cualquier lado. La salida del subte, un edificio en una calle del centro, mucha gente que espera el colectivo, una escalera antigua, un cielo de nubes son solo algunos de los rincones y detalles sobre los que apunto el foco del celular. Todas, o eso trato, deben tener algún elemento periodístico que las haga tal vez publicables.
En esa vertiginosa carrera por lograr buenas imágenes a toda hora, la semana pasada me vi en una situación de nervios y miedo, solo por intentar lograr una foto. Muy lejos de los jóvenes que por propia voluntad arriesgan sus vidas en la punta de un edificio con una cámara en la cabeza, lo mío fue simple torpeza.
A última hora de la tarde de un día de semana, me acerqué hasta una oficina del centro de Buenos aires a realizar un trámite. En el piso 14 de un edificio sobre la Avenida Corrientes, cercano a la calle Florida, me dirigí hasta la puerta en la que debían entregarme unos papeles. La persona que los tenía no estaba y debería esperarlo afuera unos 15 minutos donde están los asensores. Me senté en unas sillas dispuesto a esperar, cuando vi que una pared lateral había una ventana con una maravillosa vista nocturna de la ciudad. No había excusas: tenía un precioso tiempo libre para inmortalizar esa increíble panorámica de los edificios iluminados hacia el río.
Entonces me acerqué a la ventana y comenzó la búsqueda de los mejores encuadres. Ya había sacado un par de fotos, cuando descubrí que la ventana era una puerta de vidrio (una salida) que daba a la escalera de emergencias. No lo dudé: empuje la puerta que se abría llevando hacia abajo esas manijas rojas del ancho de la puerta, y salí al exterior.
Estaba afuera, suspendido sobre una escalera de alambre en el piso 14, al costado de un enorme edificio. La luces de edificios cercanos parecían muy lejanas en la oscuridad de las alturas. Un viento frío invernal pegaba sobre mi nariz. La vista era maravillosa. Pero el placer duró poco.
De manera inmediata sentí algo de vértigo y soledad, y entendí que era mejor entrar. Entonces lo intenté pero no fue posible. La puerta se había cerrado y no se podía abrir desde afuera. Fueron infructuosos mis golpes sobre el vidrio. Eran más de las 20, y el inmenso edificio de oficinas estaba casi vacío. La puerta de la dependencia a la que había ido, aún con gente, ni siquiera se veía desde allí. Nadie me veía, nadie me escuchaba. Estaba solo sobre ese piso de alambre y en las oscuras alturas de un edificio en torre. Pensé en utilizar el celular, ya no como cámara, y si para llamar a alguien para que llame a la seguridad del edificio para que me vengan a buscar. Pero no lo hice. Tenía muy baja señal y poca batería, y pensé que sería mejor intentar salir solo del conflicto. O utilizarlo en última instancia.
En esa situación, no me quedaba otra que bajar esa vertiginosa e inhóspita escalera como lo harían todos en una emergencia. Agarrado a la baranda, sin mirar mucho hacia abajo, descendí los escalones muy despacio. Y conté en voz alta como un niño los pisos que pasaba. En todos, las puertas estuvieron cerradas, de la misma manera como en el 14. No era horario de oficinas abiertas, y en cada piso pude ver desde la puerta de virdio, halls de firmas diversas en oscuridad o con luces mínimas.
Finalmente luego de mucho bajar, me sentí en seguridad. Había llegado al segundo piso, y a una enorme terraza, como las que están en la base de los edificios en torre. En una rápida recorrida descubrí que la misma no tenía salida y solo puertas cerradas hacia otras oficinas. En una de éstas, las luces estaban prendidas y una mujer en un ambiente cercano hacía la limpieza. Comencé a golpear con fuerza sobre el vidrio, pero no me escuchaba. Estaba con la aspiradora, y aunque a los ruidos sumé señales de todo tipo con las manos, ella no me escuchaba ni me veía. Espere largos minutos y descubrí que no sería posible contactarla, ya que además estaba con auriculares, y desde su lugar no me vería con claridad.
Pensé que tal vez tendría que dormir allí y esperar a la apertura de las oficinas. Fue en ese momento cuando ví que en un edificio cercano un grupo de gente participaba de una clase de zumba, o algo así, y tenían una ventana abierta. Se los veía muy contentos y enérgicos debajo de luces rojas y violetas. Estaban a unos 30 metros, y si pedía auxilio a los gritos, me iban a escuchar. Sería una verdadera vergüenza pero no me quedaba otra.
Me acerqué a la punta de la terraza para estar lo más cerca posible para alzar la voz, cuando descubrí que justo allí muy escondida había otra escalera pequeña que permitía bajar un piso más.
Corrí hacia abajo y llegué a otra terraza (del primer piso). Allí sí, dos mujeres que aún trabajaban (en un instituto de idiomas) me vieron detrás de un enorme ventanal. Primero me miraron con desconfianza. Pero ante mis gritos de búsqueda de alguna salida, y mi cara de mucho frío, con sonrisas se acercaron a abrir la puerta más cercana. Les expliqué lo ocurrido, y sin decir mucho más, me indicaron la salida hacia la calle.
Como si no hubiese ocurrido nada, y ante la mirada confundida de los recepecionistas, atravesé otra vez el hall de entrada y subí por el ascensor hasta el 14 para recibir esos papeles que había ido a buscar.
Mientras subía pensé en el significado de tomar imágenes.
Sacamos fotos para inmortalizar momentos. Para volver a ellos cuando lo deseamos. Para compartirlos con otros. En tiempos de redes sociales, la gente toma, distribuye y observa más fotos que nunca en la historia. Las propias y las ajenas. Más allá de eso, tal vez las próximas generaciones para reconstruir hechos regresen a las fotos en papel. Aquellas que encuentren en los viejos álbumes guardados o en los olvidados sobres de archivos. Quién sabe si la potente nube a la que le confiamos nuestra memoria visual, sobreviva más que la imagen impresa sobre el papel fotográfico.
La pasíón por tomar fotos me había llevado hasta la cornisa de un piso 14, y aunque la pasé muy mal, la llama que me incita a congelar instantes sigue intacta en mí. Eso sí, antes de volver a salir al borde del vacío para sacar una foto, siempre voy a tener en cuenta que pueda volver a entrar.