El último martes en el Bafici se presentaron dos películas que había marcado en mi programa desde el comienzo del festival. Una documental y otra de ficción, una española y otra argentina, una pequeña y otra enorme, ambas muy diferentes y fuera de competencia. Y si, tal como esperaba, resultaron ser dos grandes propuestas. Una de ellas, El Bar, la nueva del director de cine español Alex de la Iglesia. Y la otra, el documental La vida sin brillos sobre el grupo de actrices argentinas que interpretó la obra Extinguidas. A continuación mis apuntes sobre cada una.
Sin respiro en El Bar
De la Iglesia es uno de mis directores favoritos, y en mi opinión de simple espectador, uno de los mejores de habla hispana. La presentación de El Bar en el programa de Bafici era mínima. Decía algo así: diferentes personas desayunan durante la mañana en un pequeño local en una esquina de Madrid, cuando ocurre algo inesperado; uno de ellos es asesinado al salir a la calle a la vista de todos. Luego viene el encierro y una sucesión de situaciones que los ubican al borde del abismo.
En primer lugar quiero decir que Alex de la Iglesia otra vez ha logrado una película valiosa, que mezcla una acción vertiginosa y una inmersión por los pliegues más delicados y sensibles de las personas. Por supuesto, y como ocurre en cada uno de sus trabajos, en El Bar no faltan los gritos, la sangre, la muerte, las deformidades, los rincones urbanos y los personajes expuestos ante las mayores dificultades. Todos ingredientes y fuegos artificiales para decorar de la mejor manera una comedia negra que puede parecer superficial, pero que te deja inmóvil por su enorme impacto y profundidad.
La trama, que es electrizante, tensionante, y a veces hasta asfixiante, aborda antes que nada un tema de enorme actualidad en estos días en Europa y en todo el mundo. Luego de los ataques en París, todo habitante de una gran ciudad sabe que los peligros pueden estar a la vuelta de la esquina cuando uno menos se lo espera. Ese lugar que conocemos y que transitamos desde hace años, esas calles que son nuestras desde que nacimos, pueden ser una trampa mortal en cualquier momento. Un ataque terrorista, una enfermedad letal que se expande, un hecho de inseguridad o un estado que abandona a inocentes sin guarda ni refugio son realidades que se miran todos los días por TV, y que en El Bar están de manera indirecta siempre presentes.
Como en muchas películas de Alex de la Iglesia, en El Bar los personajes no representan a personas extraordinarias. Más bien todo lo contrario: son perdedores, antihéroes, con brillos intermitentes y con infinidad de contradicciones que los hacen creíbles y simpáticos. De esas personas que padecen, pero también sueñan y disfrutan cuando pueden, surgirá un héroe. Tal vez el más inesperado, el imperfecto, el incorrecto. En el universo de las películas de de la Iglesia, aquellos que parecen ser débiles pueden ser los fuertes, y aquellos que parecen ser los buenos, pueden ser los malos.
Como en La Comunidad o en El Crímen Ferpecto, en El Bar, personas comunes de manera azarosa caen en una situación límite que los aterroriza. Y ante el terror, cada uno mostrará lo mejor o lo peor de su ser. En un fragmento de la película, uno de los personajes justifica el mal accionar de otro al decir: "el miedo cambia a las personas"; a lo que otro personaje le responde: "no los cambia, los muestra como realmente son". Y es en ese recorrido en el que El Bar expone a los seres humanos o a sus facetas: a los egoistas, a los violentos, a los débiles, a los fuertes, a los mezquinos, a los solidarios, a los amables, a los generosos, a los valerosos; y por sobre todas las cosas, a los justos e injustos. Porque cuando la vida está en juego, hay solo dos alternativas ante los hechos: lo justo o lo injusto. Y como ocurre en la política, la fuerza y las armas pueden servir para matar e imponer, pero nunca para ocultar esa realidad y esas dos únicas opciones ante una decisión necesaria: justicia o injusticia. Y es la exposición de esa disyuntiva ineludible el recorte más valioso que expone El Bar.
Las actuaciones son todas impecables: la hermosa Helena (Blanca Suarez), que había actuado en la última producción del director, Mi gran noche; o la dueña de el bar (Terele Pavez), que en su momento fue la vecina más malvada de La Comunidad. Todos están muy bien y en la medida justa que marca el tono de la película: el mendigo, el joven publicista, el vendedor argentino de traje y maletín (encarnado por Alejandro Awada) y todos los demás. Los escenarios son un capítulo aparte: así como en La Comunidad todo transcurría en un edificio y el epílogo se da de manera magistral en las terrazas y techos. O así como en El crímen ferpecto todo pasaba en el interior inmaculado de un shopping, en El Bar la acción pasa en un lugar pequeño, que se achica y se incomoda al avanzar la trama. El epílogo se da en los subsuelos de la ciudad, y así como en La Comunidad todo pasaba más cerca del cielo, aquí todo ocurre en el submundo de las alcantarillas. Lugar ideal para cerrar una película oscura, que expone también la luz de los seres humanos cuando se encuentran ante escollos impensados.
El brillo de la vida
Un párrafo especial merece la segunda película que pude ver en la mañana del martes en el Bafici: La vida sin brillos (dirigida por Guillermo Felix y Nicolás Teté). Un gran documental independiente que se interna en la vida diaria, y en el antes y el después de la función, de las protagonistas de la obra de teatro Extinguidas, que dirigió José María Muscari, y que recobró para los escenarios a muchas de las grandes vedettes de los 80.
La propuesta, desde la voz de ellas mismas y desde los diferentes lugares que transitan, plantea un viaje por los recuerdos, las vivencias, la vida diaria, el hoy y el ayer de estas mujeres que en algún momento fueron primeras figuras y que hoy ya no lo son.
En ese ir y venir, por ejemplo, la cámara sigue a Silvia Peyrou al dictar clases de actuación en un geriátrico, a Adriana Aguirre en su rutina en el gimnasio, a Pata Villanueva en un día de club, a Patricia Dal en su noche de tango, a Naanim Timoyko en su sesión de yoga, a Luisa Albinoni en la pileta con su hija, a Mimí Pons en una nota televisiva, a Sandra Smith como gran vendedora, a Beatriz Salomón en su living con atuendo turco o a Noemí Alán con sus perros en su casa.
Tal vez está en el título la clave de todas esas historias. ¿Qué pasa cuando se acaba el brillo de las marquesinas, de las lentejuelas o de las tapas de las revistas? Queda la vida misma y el brillo inigualable de las pequeñas cosas que vivimos todos como personas corrientes. Y ese es el mayor aporte de esta lograda película que mezcla retazos o momentos de un grupo de luminosas señoras, que no de casualidad en algún momento se ganaron al gran público argentino.