Adopté, en plena pandemia, un hobbie nuevo: dar de comer a los pájaros. Parece una tontera pero, de algún modo, me tiene absorbido en su inmensa capacidad de crear tramas nuevas a diario, cual tira de Netflix. 

El tema es así: uno ve pájaros, los ve volar y hacer su vida, y no se pregunta jamás dónde duermen, cómo viven, qué es lo que comen, o cómo se ocupan de la educación de sus hijos. Es una vida que transcurre en paralelo a la nuestra y sin embargo, parece que jamás nos la cruzamos, excepto en el acto de eludir un pisotón a una paloma. O el acto de recibir, desde arriba, una lluvia de caca avícola.

Descubrí, con esto de alimentar pájaros, que las aves, como todo en la vida, tienen escalafones. Y hacen más bullyng que en escuela pituca. Si uno no tuviera la maravillosa idea de plantar cada mañana varios platos con semillas –se compra en las forrajerías mezcla de gallinas, y esto va como piña- jamás vería a los pájaros compitiendo por algo. Pero basta con ofrecerles algo que las atraiga por igual y ahí lo tiene: diferentes clases de aves, atropellándose o matoneándose para acceder a un turno sobre el plato sin que nadie jorobe.

No siempre es cuestión de tamaño. Hay aves que son, en su naturaleza, bravísimas. Y espantan, uno no sabe cómo, a palomos que los triplican en peso –una vez, una calandria picoteaba a diario a mi perra porque se cruzaba cerca del nido-. Hay pájaros que acceden al plato con cierta timidez y reserva, como si fueran los menos merecedores del mundo. Y otros que llegan siempre en pandilla y copan el plato. Cada uno tiene su protocolo. A veces, existe cierta delicada convivencia entre especies, pero entonces llega un pájaro tremendo y el equilbrio explota y hay quilombo. 

Ahora  bien, ¿por qué alimentar pájaros, cual anciana en la plaza seduciendo palomas con pan viejo? Porque los pájaros son testigos del cielo. Le pertenecen. Y que bajen acá por un poco de comida, que detengan su vuelo en ese azul enorme, para mí, qué quiere que le diga –tal vez sea el tedio de la cuarentena- me parece un acto lleno de asombro terrestre. 

Gracias a mi nuevo hobbie, reconozco ahora media docena de pájaros y los identifico por sus cantos. No hay plumaje de teatro de revistas, son pájaros sencillos, más bien clase media: chingolitos, palomas, gorriones, zorzales y los tordos de reluciente negro mocasín. “Los tordos son unos vagos”, me dijo la vecina. “A veces, ponen los huevos en nidos ajenos para que los cuiden otros pájaros”. Será, no sé, que invierten el tiempo en lustrarse las plumas. Vaya uno a saber. 

En mi caso, no tengo balcón. Tengo jardín. Ví videos explicativos para atraer aves, y claro: animarlos y que confíen en tomar un descanso en el balcón en plena ciudad, es un laburo bárbaro y delicado, que exige tiempo y paciencia. Pero, en mi caso, al segundo día de ofrecer comida, los pájaros se pasaron el dato y de inmediato colmaron el fondo de casa. Las aves descienden entusiastas de las ramas cual peldaños de escaleras, y para las 10 de la mañana, ya nada queda en los platos. Ni tampoco: los pajaritos. Pues ya lo dice el refrán: pajarito que comió, voló.