Cuando se disparó a nivel global el brote del coronavirus, se dijo que un hombre había anticipado toda la trama: un escritor. Se llama Dean Koontz, un capo de la novela de horror, y, si bien el asunto se tiñó luego de la sombra de una fake news –sus vaticinios no eran tan exactos como se auguraba-, el asunto se convirtió en noticia mundial. ¿Será entonces que para determinar qué peligros nos depara el destino, más que observar estudios de infectólogos o científicos varios, no deberemos leer novelas de sci fi y terror?
En Europa, un viejo clásico volvió a convertirse en best-seller: “La peste”, de Albert Camus. Pasó, coronavirus mediante, a venderse 40% más que el año anterior. Otro tanto sucedió con esa epidemia que arrasó con la vista de medio mundo: “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago –aumentó, tras la enfermedad, un 180% las ventas-. Y esperemos que el mundo no quede amenazado de modo tal que pocos queden en pie –uno, llegado el caso- y “Soy leyenda” de Richard Matheson se transforme en una novela 100% profética.
A decir verdad, a todo escritor no le importa ser visionario. No son profetas, son autores. Y lo que les interesa es menos el vaticinio, que reflexionar sobre escenarios donde la humanidad ponga en juego asuntos de mayor importancia que el dólar, la bolsa o la inflación. Camus reveló que el mejor remedio contra la peste es el apoyo mutuo y desinteresado. Y Saramago entendió que, en una sociedad donde la tentación entra por los ojos, un mundo de ciegos tampoco estaría tan mal. Incluso, hasta desarrollaría valores hoy sepultados.
Las plagas no es algo que la humanidad, le resulte ajeno. Hemos sobrevivido a cientos de ellas. Lo importante no debería ser seguir el asunto minuto a minuto por el noticiero con paranoia y desconfianza, si no preguntarse con seriedad si una amenaza de esta índole, puede iluminar ese rinconcito último de humanidad que nos queda, y volvernos, milagrosamente, mejores personas.